El barro
La información deja en ocasiones una mugre en el corazón de quien escribe, casi imposible de eliminar. El tiempo no se detiene a esperar que ... te repongas, que dejes de ofrecer el lado necrosado de tu consciencia, ese donde todo rebota e invita a escribir de memoria. Aún tengo el barro entre los dedos y también el espanto de aquella noche de octubre del pasado año, donde el abandono era más notable que el fenómeno o la rotura del barranco. Quien escribe no siempre puede ser luminoso, ni acertado, o irónico. Por eso hay días en que el relato sale sin magia, sin deseo, sin lo que tiene que tener el disparo certero de una columna o un texto periodístico.
La dana, la tragedia de ese Levante iluminado, lleva en el bolsillo la huella de los mezquinos incompetentes que prometieron velar por los ciudadanos que los eligieron. Una huella imborrable hecha de decepción, de impotencia y de amargura se extiende y se extenderá en el futuro. ¿Cómo reconstruirse después de un traumatismo de semejante calado? Parece que todos estamos capacitados para comprender que las víctimas renieguen de aquellos que no acudieron a socorrerlas, o de aquellos cuya altivez no les permitió la misericordia de ejercer el poder al que se aferran. Y ese poder, despojado de humanidad, es un diamante falso, una réplica casi perfecta construida únicamente para no ser robada.
La polarización y los enfrentamientos son la cortina tras la que esconden sus miserias algunos gobernantes, pero eso ya lo sabemos. No parece que podamos cuestionar la sobrevalorada capacidad de los que elegimos en las urnas, ni la de sus cientos de asesores que dormían mientras ocurría la tragedia. Por lo visto no toca.
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