La vida es como un convoy
No se trata solo de evitar la soledad, sino de vivir mejor, con un propósito, con la certeza de que, pase lo que pase, alguien te acompañará
Imagina que eres un barco que navega por el océano de la vida rodeado de otras embarcaciones. Algunas te escoltan desde el principio, otras se ... suman en el trayecto, compartiendo ruta, tormentas y cielos despejados. Cada barco lleva su carga de historias, afectos, silencios y promesas. En el convoy hay apoyo mutuo y sabes que no surcas el mar en solitario. Pero, como en la vida, hay barcos que cambian de rumbo, que toman otras rutas o llegan a su destino precozmente, antes que tú. Poco a poco el convoy se reduce. Y al final, inevitablemente, el último tramo lo recorres en soledad hacia el puerto final, pero lo que importa es el viaje en compañía. Ese es tu convoy: la red de relaciones sociales que te sostiene, te ayuda, te cobija y, en los días duros, te apoya.
El modelo del convoy, desarrollado por Toni Antonucci no es una teoría lejana, encerrada en despachos académicos. Es un espejo amable de la vida real. Nos dice, con una mezcla de rigor y poesía, que nuestra existencia está tejida de vínculos personales: unos fuertes como los lazos familiares de sangre, que no infrecuentemente se rompen con la violencia extrema de un naufragio; otros son cálidos y espontáneos, como los de una amistad que brota en una sala de espera o en el banco del parque. Y todos importan.
Hay algo profundamente humano en esta idea del convoy. Porque en un mundo que exalta lo individual, esta teoría nos recuerda que nadie camina solo. Que nuestras redes —visibles o invisibles— nos protegen del viento helado de la soledad y el aislamiento social. Que, en los momentos de pérdida, enfermedad o miedo, lo que nos salva no es solo el sistema sanitario o el banco, sino esa mano que no te suelta, esa voz que llama para preguntar cómo estás, ese amigo que cruza la ciudad solo para reír contigo.
El convoy se construye con el tiempo, como una catedral que se levanta en más de una vida. Empezamos con los padres y los abuelos; seguimos con los maestros, los compañeros de juegos, los vecinos. Luego vienen los amores, los hijos, los colegas, los amigos del alma. Y también los ausentes: los que estuvieron y, que, aunque partieron, siguen viajando con nosotros en forma de recuerdos felices, de enseñanza, o de una cicatriz que ya no duele.
Este convoy no es perfecto. Tiene ausencias, ruidos de marcha atrás. Pero también tiene belleza: la belleza de la reciprocidad, del cuidado mutuo, del afecto cotidiano. La belleza de tu abuela que te prepara sopa sin preguntar, de un amigo que aparece en una mudanza sin ser llamado, de una nieta que enseña a usar el móvil a su abuela con paciencia infinita.
Aplicar esta visión a la vida diaria es casi un acto revolucionario. Significa que cada gesto cuenta. Que construir redes no es solo cosa de extrovertidos o activistas sociales. Es responder al mensaje de esa amiga con insomnio. Es llevar afecto al vecino viudo. Es ofrecer tu tiempo, tu escucha, tu presencia. Porque cada vez que lo haces, tu convoy crece y se fortalece.
Y esto tiene consecuencias reales: la ciencia ha demostrado que quienes tienen redes sociales sólidas viven más, enferman menos, sienten menos miedo y más esperanza. No se trata solo de evitar la soledad, sino de vivir mejor, con un propósito, con la certeza de que, pase lo que pase, alguien te acompañará.
Las personas mayores conocen bien esta verdad. Ellas saben que un café compartido puede ser terapéutico, que el recuerdo de aquella conversación con una amiga que ya no está puede alentar tu corazón. Que la vida, cuando se acompaña, duele menos.
Y, sin embargo, no siempre cuidamos de nuestro convoy. A veces se nos olvida llamar, perdemos el hábito de visitar, dejamos que el orgullo oxide los puentes de la amistad. El convoy necesita de un mantenimiento, como los jardines o los barcos. Y es nuestra responsabilidad mimarlo, nutrirlo y repararlo cuando se agrieta.
Un convoy bien atendido también puede salvar a quien no tiene fuerzas para pedir ayuda. Porque en él caben quienes no tienen familia, quienes viven solos, quienes han sido abandonados. Y ahí, en ese gesto de incluir, de invitar, de acoger, se hace comunidad y amistad.
Y ahora, tú, adolescente que me lees: tu convoy apenas empieza a formarse. Estás eligiendo compañeros de viaje, y también estás aprendiendo a serlo tú para otros. No tengas prisa por llegar solo a ningún sitio. Haz espacio para tus amistades, escucha a tus padres, aunque creas que no te entienden, busca referentes, mentores y aliados. No des por hecho que siempre estarán y cuídalos. Porque un día –quizá no hoy, quizá dentro de veinte años— te darás cuenta de que la felicidad no está en la meta, sino en quienes viajan contigo. Porque cuando llegas al final del viaje estarás solo, igual que naciste. En resumen, acompañarnos mutuamente es una fortaleza; que nunca falte alguien que se siente a tu lado y no camines solo si puedes viajar en compañía.
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