Es tiempo de cabreo, de enfado, de cólera, de trincheras, de rabietas, de odio… o eso nos quieren hacer creer. Si uno ve noticias o ... asoma el hocico a las redes, le salpica el barro de la furia, el escupitajo mohíno, el vómito de la bronca amplificada. Pero es mentira. Me alegra informarles que es otra de las mentiras que ahora llamamos fake news. Llevo siete días habitando la Plaza de la Palabra y es una vórtice de alegría que llega desde fuera, se mezcla y se comparte y sale convertida en algo comunitario. Que haya alegría no significa que no haya conflictos, ira o malos rollos. Que haya alegría supone que todo lo malo se gestiona, que una sonrisa desarma al atrincherado, que un abrazo o un buen gesto neutraliza las rabietas. La alegría de la Plaza Porticada es la de la ciudadanía que se sabe diversa. No hay por qué amarse, hay que respetarse. No hay por qué estar de acuerdo, lo que no hay es que intentar convencer a nadie. No hay por qué coincidir con los autores o autoras, hay que aprovechar que los tenemos tan cerca.
Anoche, John Banville confesaba ante algo más de 400 personas que alguna vez dijo a un periodista que cambiaría a sus hijos por un buen párrafo. Regañado por su mujer ante tal afirmación, él le respondió: es la verdad. La belleza no surge sin dolor, sin sacrificio, sin cierto egoísmo creativo, sin esa necesidad rabiosa de escribir.
Quien no necesita esa pulsión es, simplemente, un escribidor, o un empleado de la industria del libro. ¡Qué alegría vivir la sinceridad de un maestro! ¡Qué alegría que tantas personas hayan podido compartir en la Plaza sus confesiones! Qué alegría.
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