No cruces la plaza, escúchala
Las plazas públicas fueron, en algún momento, lugares de encuentro, de convivencia, de negociación, de tensiones y de celebración. Se iba a la plaza porque ... la plaza contenía la vida y las viviendas –todo hay que decirlo– no eran las guaridas confortables que ahora son –en un alto porcentaje–. Pienso mucho en la Plaza La Llana –qué pena haber renunciado a esa toponimia– que era el epicentro de un naciente Santander en el siglo XVI. La que también se conoció como Plaza Vieja era el alma de una ciudad pequeña, con problemas de salubridad, apenas intuyendo lo que podía ser. Pero en La Llana la vida acontecía sin sonrojo. Ahora la mayoría de las plazas parecen incómodos rectángulos o cuadrados que alejan las calles o –en el mejor de los casos– se convierten en fértiles bancales de terrazas hosteleras. La Plaza Porticada no es casi nada, excepto un lugar de paso o una plaza de patinaje sobre hielo, o un escenario gigante para conciertos de masas. Pero puede ser más. Cuando se deja de cruzar la plaza y se convive en ella, como ocurre en Felisa, en la Feria del Libro, otros alumbramientos tienen lugar. Felisa no es la plaza, pero si la transforma durante 10 días en un espacio de diferentes semánticas donde se puede estar, se puede ser o se puede optar por ser-con-otros. Y aquí, en este campamento temporal de la ciudadanía –sin necesidad de pancartas ni enfados– se van resquebrajando los silencios y las ausencias. De hecho, en las primeras horas de Felisa, la voz suave pero firme de Silvia Intxaurrondo provocó la grieta fundamental del ruidoso silencio del espacio de paso y de consumo en el que se va convirtiendo todo espacio público. Y las casi 600 personas que la escucharon sintieron que los tópicos saltaban por los aires, que los miedos son un pequeño fragmento de esta realidad que asusta, que el silencio 'asfixia' pero que puede ser conjurado. Vivir la plaza es hablarla, leerla, gritarla, escucharla.
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