La democracia y su sombra
La corrupción también concierne a la ciudadanía, que tiene que asumir el reto y la responsabilidad de confrontarse con ella en la opinión pública y castigarla en las urnas
Es innegable que la sombra de la corrupción ha acompañado la historia de las democracias desde su nacimiento en Atenas. Pero no es menos cierto ... que esta historia ha sido también de experiencia y aprendizaje, de reflexión y desarrollo de teorías y prácticas científicas y jurídico-políticas, que las han legitimado y perfeccionado. Hoy en día, por ejemplo, las ciencias sociales disponen de parámetros y procedimientos para analizar la situación general de la corrupción en una democracia, ranquearla y proponer soluciones. Nuestra historia democrática reciente, con todas sus limitaciones, no representa en esto una excepción.
En su análisis descriptivo de la corrupción política en España entre 2000 y 2020, José Abreu concluía que, por el elevado número de casos conocidos y su significación, esa lacra se había convertido en un problema principal: «... los datos muestran que existen elevados niveles de corrupción política en diversas regiones relacionados, principalmente, con el urbanismo, la apropiación de fondos públicos y el bid rigging, y que ha sido llevada a cabo, en gran parte, por los dos partidos más votados históricamente». Y es un problema urgente, pues no sólo tiene graves consecuencias económicas, sino también políticas: atenta contra un pilar del Estado de derecho, como es la división de poderes, y corroe la confianza ciudadana en las instituciones y en la democracia misma.
Por fortuna, desde la publicación de 'La corrupción en la España democrática' (1997), de Alejandro Nieto, que llamaba la atención de la sociedad española sobre la excesiva tolerancia con los elementos corruptores, han crecido considerablemente, tanto la conciencia ciudadana, como los estudios generales y las historias recientes sobre la corrupción en nuestro país, que van dejando atrás a las monografías sensacionalistas o ideológicas. Los estudios disponibles evidencian que la mejora de los mecanismos de control del gobierno, la transparencia de la administración pública, y el funcionamiento democrático de los partidos reducen el nivel general de corrupción de una democracia.
Se necesitan por ejemplo instrumentos y recursos contra la corrupción en política urbanística y de control de los fondos públicos y las licitaciones. Se requiere de los partidos que sean democráticos, se financien correctamente y exijan de sus miembros una deontología política. Conviene establecer una legislación que separe la carrera administrativa de la política, controle la dirección política de la administración pública, y proteja a los funcionarios que denuncien malas prácticas. En fin, las administraciones deberían de publicar los casos de corrupción, facilitando así que los investigadores completen sus bases de datos sobre esos fenómenos corrosivos.
El corrupto piensa como un corrupto, actúa como un corrupto y contemporiza con la corrupción. No le falta razón a Manuel Villoria en 'Combatir la corrupción' (2019), cuando advierte del sinsentido que representa en tiempos de populismos dejar la lucha contra esa lacra en manos de los corruptos y los cínicos que los apoyan. La corrupción también concierne a la ciudadanía, que tiene que asumir el reto y la responsabilidad de confrontarse con ella en la opinión pública y castigarla en las urnas.
En el presente, ensombrecen la opinión pública española casos alarmantes de corrupción, pues afectan al líder y al partido que se auparon al gobierno en 2018 para erradicarla. Saben ambos que la percepción pública de la corrupción depende del impacto mediático de esos escándalos, no tanto de los estudios y los barómetros sobre la situación general de la corrupción; y obran en consecuencia. Tiran de ventilador y proponen medidas anticorrupción; piden perdón y reducen su responsabilidad a conductas individuales, que extirpan del partido y separan del gobierno; y cierran filas en torno al líder, excluyendo toda crítica y disidencia. Estrategias todas ellas contrarias a lo que requiere la lucha contra la corrupción, pero convenientes para eludir la responsabilidad política y el castigo en las urnas.
De preocupar es por ello el caso del centenar de personalidades de la política y el periodismo, la cultura y el espectáculo, que defendieron recientemente en la opinión pública la continuidad de su líder, a pesar de los casos de corrupción que afectan a sus familiares y a quienes fueran sus colaboradores más próximos en el PSOE y en el Gobierno socialista. Según aquellas no hay corrupción que valga, sino una conspiración de conservadores y reaccionarios para derrocar a un gobierno democrático. ¿De qué democracia habla esta gente, que no quiere someterse a las urnas? Mal cóctel es este de radicalismo político, corrupción y espectáculo.
No es de recibo pasar por alto la presunta corrupción de ningún gobierno, especialmente de uno que confunde la regeneración democrática con la promoción de los objetivos de sus socios radicales e independentistas, para mantenerse en el poder. No faltan quienes justifican con delirantes ensoñaciones socialistas o soberanistas esas sobreactuaciones, que amenazan nuestra democracia, incluso celebran el maquiavelismo chapucero que las acompaña. Son los mismos que niegan la existencia de alternativas democráticas. Pero ya están llamando a la puerta, y exigir responsabilidad política al gobierno es lo que aconseja la situación de la corrupción en nuestro país.
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