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«Homo touristensis»

Todos somos turistas. No cabe deslocalizarse del concepto para pensar que, parafraseando a Jean-Paul Sartre, «turistas son los otros»

Antonio Bezanilla

Santander

Viernes, 26 de septiembre 2025, 07:06

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Una vez el «selfi» recaló en el diccionario de la RAE tras su inmisericorde irrupción en la vida cotidiana, ¿por qué no acompañarlo con un nuevo concepto ajustado a su esencia evolutiva? Sería el de «homo touristensis», acaso la nueva y gran especie dominadora del mundo actual. Toda una Historia de la Humanidad para llegar a caracterizar al ser humano como viajero… Un turista que, con toda su resiliencia aplicada, vuelve muchas veces incólume de su exposición a un corto tránsito por un escenario distinto al de su vida habitual. Un lugar al que habrá acudido por un prurito hoy casi consustancial a su ser mismo, pues la peripecia vital de este tipo de espécimen turista ha devenido en frenética localización de fondos escénicos adonde desplazarse para hacerse una autofoto ante ellos.

Hay matices importantes en esta conceptualización del hecho turístico, pues siendo cierto que el desplazamiento vacacional existe desde antiguo, el abaratamiento del coste de los viajes y la facilidad para tomar un avión y desplazarse a destinos antes imposibles por su distancia (espacial y temporal) para poder disfrutar así de un fin de semana o puente festivo en otra ciudad han hecho que la movilidad de las personas aumente tan notablemente que difícil es que un avión entre destinos europeos (por acotar un poco el marco de referencia) no tenga un pasaje medio superior al noventa por ciento en cualquiera de los vuelos que realice.

Todos somos turistas. Esto es, de acuerdo con el estricto significado del término para la RAE, todos viajamos por placer en algún momento de nuestra vida. No cabe deslocalizarse del concepto para pensar que, parafraseando a Jean-Paul Sartre, «turistas son los otros». Su frase era más dura y esto no implica asimilar los turistas a «su» infierno, pero la realidad de la evolución del «Grand Tour» del siglo XVIII está llevando a que el inicial matiz cultural que envolvía a aquellos primeros «touristas» (desconocedores aún de su condición) vaya diluyéndose en un mundo donde la imagen del primer plano (el yo) ha ido ganando protagonismo sobre el fondo (lo visitado). Ya no importa la observación en sí misma del paisaje, de la ciudad, del edificio, del jardín o del objeto de arte, sino la presencia del propio visitante delante de esos elementos, que no serán sino el fondo necesario de su selfi. Podrán ser la excusa del viaje, acaso, pero, sobre todo, son el segundo plano (lo otro).

Las tradicionales vacaciones familiares de antaño se limitaban al tiempo en que los hijos eran menores. Hoy la experiencia viajera se ramifica y amplía una vez cambian las edades, los acompañantes posibles o los destinos preferidos. En todo caso, disminuye la duración del viaje mientras que aumentan los argumentos para hacerlo: ver a tu equipo favorito, correr una maratón, deleitarse con una ópera, visitar una exposición… Todo esto puede hacerse en un viaje de un par de días y, de hecho, se hace. Otra cuestión es cuando estar dos días en una ciudad se entiende como sinónimo de «conocerla» y se quita ya de la lista de futuros destinos posibles.

La riqueza del viaje, precisamente, tiene que ser la de abrir una puerta para volver, no la de tachar lugares en donde poder disfrutar. Es impensable estar un fin de semana en ciudades como París, Edimburgo o Viena y darlas por «conocidas». Solo habrán abierto el apetito para una estancia más larga, pues la exquisitez de lo que contienen hace imposible abarcarlo no ya en una, sino en diez visitas. El selfi ante una «Mona Lisa» abarrotada de gente que no la mira a los ojos sino a través de la pantalla del móvil es la imagen más potentemente paradójica del agotamiento del sentido cultural del viaje. El deleite estético ante la obra de Arte parisina más icónica en lo museístico ha sido sustituido por el absurdo de un selfi donde ni el autor de la foto ni el fondo, una Gioconda cariacontecida y con su media sonrisa (acaso ya explicable ante la estupefacción de ver tanta gente dándole la espalda), serán apenas reconocibles sin el futuro gesto de juntar las yemas de índice y pulgar para luego separarlas ampliando el zoom de la orgullosa autofoto para contemplarse a sí mismo, no a la Gioconda.

El «homo touristensis» es así, depredador de vistas a la contra, con la vida, el arte, la ciudad o el paisaje como fondos para él mismo, fotógrafo de su primerísimo plano, repetidor de imágenes captadas antes de partir, localizador de escenarios previamente ansiados para el álbum. Urge repensar el viaje para disfrutar del paseo sin destino, del almuerzo tranquilo, de una visita sin prisa, quizá hasta de un día sin selfis (que no sin fotos) o de una granizada en el «Palais Royal» sin Audrey Hepburn (aun siendo 4 de mayo, día de su cumpleaños).

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