Acabar con los fumadores
Vaya por delante que a mí ya el fumar ni fu ni fa, porque en todo el siglo XXI no ha caído ni un pitillo, ... pero con la amenaza de la nueva ley se me empieza a despertar cierta solidaridad con los fumadores, que más que víctimas del tabaquismo se están convirtiendo en mártires del antitabaquismo.
Porque eso de no dejarles fumar ni en las terrazas, en la parada del autobús o incluso en las fiestas al aire libre, deja cada vez más claro que esto no va contra el tabaco, sino contra los fumadores. De hecho, acabarían mucho antes enumerando los lugares donde sí se podrá fumar, que dentro de nada acabará siendo… Ninguno.
Al enemigo, ni fuego, vamos.
Se veía venir, claro, y aunque a algunos nos moleste mucho que nos llegue el humo –no hay peor inquisidor que el converso, ¿verdad, amigos exfumadores?–, ¿no era ya bastante condena eso de tener que salir de la oficina o de la facultad, o peor aún, del bar para echarse unas caladas a la puerta? Y aunque caigan chuzos de punta, ahí están siempre los adeptos de la cofradía del pitillo. ¿Qué van a hacer ahora, tendrán que aguantar el mono las siete horas de curro, hasta llegar a casa?
Bueno, eso si todavía les dejan fumar en su propia casa. Porque, si tan claro lo tienen, ¿por qué no lo prohíben del todo, en vez de tanto estrechar el cerco?
Que sí, que fumar está muy mal, y muy feo y lo que quieras, pero igual se nos olvida que los fumadores no son monstruos antisociales ni zombis de la nicotina, sino personas que fuman. Personas. O sea, que también tienen sus derechos, guste o no a las autoridades sanitarias.
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