Fastidiar al vecino
Suele decirse que el deporte nacional es la envidia, pero en este caso el tópico se equivoca: lo que más nos gusta es hacer la ... puñeta al vecino. Una disciplina en la que, si fuera olímpica –al menos de las Olimpiadas de antes, en las que solo admitían atletas amateurs– nos descalificarían por profesionalismo.
Estas ideas hobbianas –el hombre es una mosca cojonera para el hombre– me asaltan desde que hace unos años me mudé al campo y descubrí que ni Arcadia, ni 'beatus ille' ni paraísos rurales: ni en el pueblo más bucólico del mundo estás a salvo de los vecinos expansivos, esos para los que son sagrados el bienestar y el descanso. El suyo, vamos. Y exclusivamente el suyo, además.
Demos por hecho que cada cual tiene su concepto de lo sacro, pero cuesta mucho entender qué fuerza misteriosa obliga a vecinos como el mío, que se pasa la semana recluido dentro de su chalet como un eremita del medievo, a madrugar los fines de semana y emprender tareas lo más ruidosas posibles.
A ver, que entiendo que tiene que pasar la segadora y talar los setos con motosierra, pero ¿de verdad tiene que ser los sábados a las ocho y media de la mañana? Y lo mejor de todo es la cara de satisfacción con que te dice que él no tiene la culpa de que la venta de su dormitorio de justo a su parcela. Que si te molesta, a tiempo estás de mudarte.
Y luego nos extrañamos cuando suceden cosas, claro.
En fin, que al final voy estoy tentado de seguir su último consejo: «cómprate un bosque y piérdete». Aunque, visto lo visto, seguro que el vecino se acabaría haciendo una cabaña al lado.
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