German Gullón, pasión por la vida
Fuera hablando de libros, analizando presente y pasado o banalizando cualquier fruslería, Germán Gullón derrochaba tal pasión que resultaba contagiosa. Y es que, pese a ... sus ademanes pausados, el escritor vivía todo con gran intensidad, un torrente de energía que lo mismo se encaminaba a rescatar a clásicos que creía olvidados –¡cómo adoraba a Galdós, y cómo consiguió devolverlo al lugar de privilegio que le correspondía en la historia de la literatura!–, a luchar contra la polarización política o a celebrar la vida, el amor y la amistad.
Y es que Germán era un grande, y no solo por lo físico: aunque él nació en Santander, procedía de una saga de gigantones maragatos. Había heredado la altura de su padre, pero sus rasgos finos y su educación exquisita le convertían en un verdadero dandi. O eso aseguraba Manuel Arce, quien confesaba profesarle una envidia de lo más cariñosa. Aunque también tendría que ver su verbo fácil, su carrera deslumbrante en Texas y California, hasta recalar en su cátedra de la Universidad de Ámsterdam. O por su carrera como escritor, más prolífica en el ensayo que en la ficción, por su reconocimiento como crítico, que le llevó a presidir el jurado del Nadal durante una década. O por su rigor y honestidad, que le llevó a renunciar a ese mismo jurado cuando consideró que no valoraban la calidad literaria. O tal vez fuera por ese talento innato para explicar el tema más prosaico o antipático y convertirlo en una aventura y un deleite; basta con ver los vídeos de su canal de Youtube para entender por qué siempre fue el profesor más valorado. Y eso que era el más estricto, porque jamás ponía dieces: «la perfección no existe», me explicó.
Manolo Arce había sido íntimo de su padre, el célebre Ricardo Gullón, y Germán contaba cómo éste le había dejado en herencia su amistad. Que consideraba una auténtica fortuna. Durante tres décadas tramaron juntos mil quimeras literarias y editoriales. Cuando se fue Manolo, la amistad la heredé yo. Y siempre había manera de superar la distancia, con encuentros en Holanda o en Astorga, miles de llamadas, de correos, de mensajes; aunque lo que más le gustaba era volver con su esposa Leti a Santander, pasar frente a la casa del Muelle donde nació, ver al Racing –su equipo de toda la vida– e ir a cenar a la Radio con los amigos. Placeres sencillos, pero a los que ponía toda la pasión, porque Germán no entendía la vida de otra manera. Se nos ha ido un grande, que nos hizo tan felices…
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