La pertenencia local
Ese instinto que nos reclama formar parte de algo, necesita ser cebado continuamente
Entre nacionalismos de uniforme gris, patriotismos totalitarios, grupos terroristas y movimientos revolucionarios de todos los colores, el sentido de pertenencia, malinterpretado y llevado al extremo ... ideológico, produjo durante el siglo pasado muchos más perjuicios que beneficios, hasta el punto de conducir nuestro planeta al borde del desastre total. Por suerte, de aquellos barros de triste recuerdo apenas quedan lodos en la actualidad, más allá de lo que piensen o hagan cuatro desubicados que llegan a todas partes cincuenta años tarde. No obstante, ese instinto que nos reclama formar parte de algo, con el objeto de sentirnos vivos, útiles o acompañados, necesita ser cebado continuamente. Por suerte, el progreso y la historia nos han enseñado a colmar esa búsqueda con filiaciones cada vez más benignas y saludables, como la que nos invita a ponernos la bufanda de un equipo de fútbol o de baloncesto, la que nos anima a ser solidarios con los demás a través de una organización sin ánimo de lucro o la que nos reúne en determinados espacios con otras personas para compartir entretenimientos, inquietudes culturales o problemas íntimos.
Por supuesto, también se habla de sentido de pertenencia cuando aludimos al vínculo entre un individuo y su localidad de origen, alcanzando, el significado real de este arraigo, especial visibilidad con motivo de las fiestas patronales que tanto protagonismo cobran durante el verano español.
En consecuencia, y debido, en gran medida, a esta era cultural de selfis y redes sociales que nada esconde, tales celebraciones reflejan a las claras hasta qué punto han involucionado la cualidad y la expresión de ser oriundo de aquí o de allá. Y es que, por un lado, tenemos la interpretación que las ejecutivas locales hacen de la experiencia misma del festejo, puro copia-pega creativo entre municipios, justificado por la pragmática necesidad de salvar los muebles no haciéndolo demasiado peor que el vecino; mientras que, por otro, aparece el papelón cómplice de los ciudadanos, quienes, lejos de reivindicar con sus acciones el estimado valor, a lo largo de toda una vida, de pertenecer a una localidad determinada, se enorgullecen de posturear cuando llegan las fiestas populares haciendo ostentación, a costa del bolsillo, del hígado y del buen gusto, de un localismo hortera que se circunscribe a diez o quince días, mientras que, durante el resto del año, parecen olvidarse de las mil y una formas de hacer patente el compromiso y el orgullo local, un orgullo en claro declive.
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