Aprendera parar
Juan Angulo, artesano de aromas a fuego lento, tiene en su restaurante el escenario ideal para descubrir a quienes viven con prisa. Y como la ... vida le ha proporcionado una intuición especial, suele sorprenderlos cuando, ante sus gestos impacientes reclamando atención, se acerca hasta ellos y les dice, por ejemplo, «Sois de Madrid ¿verdad?». Casi siempre acierta. «¿Cómo lo sabe?». «Muy sencillo, vuestra vida gira en torno a la prisa. No descansáis ni en vacaciones, todo lo queréis ya. ¿Qué se puede esperar, si habéis convertido las escaleras mecánicas en pistas de atletismo para subir o bajar por ellas, adelantando a quienes van parados? Relajaros. Aprovechad este tiempo de ocio. Consumidlo lentamente, degustadlo mientras saboreáis la comida. Veréis qué placer».
Reflexionaba esto mientras aguardaba en una acera a que se abriera el semáforo, cerrado a los peatones, comprobando que cada uno de los que se incorporaba a la espera pulsaba el botón, metáfora del aquí estoy yo, el más listo, como si considerase tontos a los demás, que ya lo habíamos pulsado. «Pulse el botón. Espere verde», incitaban las letras luminosas, placebos para la impaciencia.
Vivimos una época que ha convertido la rapidez en virtud. Por eso la prisa obliga a buscar atajos que van desde el cambio de la cola en el cajero de los supermercados, al diseño de currículos falsos, que simulan un tiempo de formación que nunca se invirtió. Y pese a que las previsiones optimistas del siglo XX anunciaban la civilización del ocio, parece que las cosas laborales no van por ahí.
Quizá haya llegado el momento, por el bien de nuestra deteriorada salud mental, de reivindicar la lentitud. De dejar de correr por las escaleras mecánicas. De no pulsar botones y mirar más hacia los lados. De detenernos un momento para saber hacia dónde vamos.
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