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Domingo gris. Cielo melancólico. Releo al portugués Gonçalvo M. Tavares, que aumenta mi aflicción con la rotundidad de su pensamiento: «¿Qué hacer con el número ... de teléfono de la persona que ha muerto? ¿Dónde lo pones? ¿En qué agenda? Envejecer es un poco esto: primero, solo hay una agenda: la de los contactos de los vivos. Después empieza la de los muertos, con un nombre; luego dos, tres. Y sí, en poco tiempo, las dos agendas tendrán el mismo peso». Vivir –lo dice Borges– es un «desgaste incesante hacia la muerte».
Con el paso de los años, la vida se nos llena de ausencias y comienza a gravar la partida de los otros. Ese vacío ocupa ya con excesivos muertos la agenda de mi teléfono móvil. Y de sus conversaciones –algunas optimistas frente a un cáncer o una enfermedad que luego los venció sin misericordia– mi wasap de amigos. Sucede lo mismo con las fotografías, que abarrotan mi carpeta de imágenes, presentes en su inexistencia, de compañeros del alma que jamás veré vivos. ¿Qué hacer con todo ese material que de alguna manera los mantiene presentes en la inmaterialidad de la memoria? Imposible eliminarlo. Es su forma de persistencia.
Permitidme una licencia poética, en forma de giro brusco de guion. Quiero hablaros de una fotografía que publicó este periódico el domingo 5 de agosto de 2018, en la que aparecemos diez personas con una biblioteca a nuestras espaldas: «La Biblioteca de Menéndez Pelayo inicia a final de año las obras de su rehabilitación», dice la noticia.
Al ver las estanterías repletas de sabiduría he tenido idéntica sensación que cuando reviso los teléfonos, los wasaps o las imágenes de los muertos. Porque, tras siete años, la biblioteca solamente vive en imagen.
Los «diez custodios», según parece, seguimos aquí. Algunos, para denunciarlo.
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