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La otra mañana, por descuido, me levanté con el pie izquierdo. Debo confesar que, aunque no soy supersticioso, comencé la jornada con la extraña sensación ... de que la cosa podía torcerse en cualquier momento, pues por tradición heredada tendemos a confundir zurdo con siniestro. Ejemplos hay a cientos. Me viene a la cabeza el de Quico, protagonista de 'El príncipe destronado', a quien su madre reprendía cuando a la hora de comer cogía los cubiertos con la izquierda. Su padre, sin embargo, decía con sorna que «el zurdo lo es porque tiene más corazón que el diestro, pero los diestros les corrigen porque no toleran que otros tengan más corazón que ellos». (Quizás esto lo escribió Delibes como justicia poética de un zurdo de pensamiento).
En aquel entonces no era conocido ni tenía poder –esto es lo peligroso– el argentino Milei, que sostiene ahora que no hay que darle ningún lugar «a los zurdos de mierda». Tampoco en ese pensamiento se ha querido quedar escaso Abascal, que los define como «unos mierdas sin principios». Es posible que el padre de Quico tuviera razón, y lo que en realidad no pueden soportar estos diestros salvapatrias es que otros antepongan el corazón cuando piensan.
Sea como fuere, la sorpresa más grande de ese día que inicié a pie cambiado no me la ofreció un zurdo político, sino una persona del otro extremo ideológico: «No insultes mi inteligencia –me dijo mientras conversábamos–, ni me supongas tan estúpido como para mantener que la tierra es plana. Eso déjalo para los ignorantes. Pero tampoco me creas tan necio como para que me trague que el hombre ha pisado la Luna». Lo soltó con un par. Sin corazón ni cabeza.
Luego, incontinenti, caló la gorra, diose media vuelta… y ya no hubo más que hablar.
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