Gyozas que son jiaozis
Las etiquetas importan porque importa llamar a las cosas por su nombre
Reconozco que me fastidia, cuando voy a un restaurante asiático, tener que llamar por su nombre japonés –gyozas– a lo que, en realidad, son jiaozis ... chinos. De manera parecida, en Occidente nos sigue costando ver que, aunque vecinos y herederos del confucianismo, China y Japón son dos mundos. La tentación de confundirlos es alta –usan caracteres similares, comen con palillos, valoran la jerarquía y la armonía– pero bajo ese barniz común se esconden dos cosmovisiones divergentes. Mientras China ha sido durante milenios una civilización continental y autorreferencial que se concibe en el centro del tablero mundial, Japón es una nación insular que ha convertido el rigor, la estética y la autodisciplina en pilares de su identidad. Uno mira el mundo desde una posición central e histórica de liderazgo cultural. El otro, meticuloso y ritual, lo observa con desconfianza y con una humildad estratégica que es también su fuerza. Estas diferencias estructurales son el resultado de trayectorias históricas y filosóficas que han diferido durante siglos.
China ha vivido una continuidad civilizatoria asombrosa, desde sus dinastías imperiales hasta el comunismo actual. Por su parte, Japón ha atravesado larguísimos periodos de aislamiento, una modernización vertiginosa en la era Meiji y una redefinición radical tras la Segunda Guerra Mundial, cuando renunció a la agresión militar y se volcó hacia la excelencia tecnológica, la diplomacia económica y el prestigio cultural. Mientras China absorbía el confucianismo para legitimar el poder central y la obediencia colectiva, Japón lo diluía entre el budismo zen y su sintoísmo, generando una ética introspectiva, donde el refinamiento estético y la armonía social son fines en sí mismos. Japón convirtió el detalle y la precisión en virtudes morales. China, en cambio, entendió que el crecimiento y la eficiencia son el camino hacia su rejuvenecimiento como potencia global.
Este contraste se refleja de forma casi poética en ese alimento cotidiano, cada vez más de moda: la empanadilla (dumpling, en inglés). En China se llama jiaozi. En Japón, gyoza. A simple vista parecen lo mismo: masa, relleno, cocción o fritura rápida. Pero basta mirarlos de cerca para entender la diferencia profunda. El jiaozi chino es generoso, rápido, funcional. Es comida de abuela, de Año Nuevo, hecha para alimentar a muchos. Importa que sacie, no que deslumbre. La gyoza japonesa, en cambio, es una escultura mínima. Precisa, de forma idéntica y servida con un orden casi reverencial. En Japón, la forma es parte del contenido. No es un detalle estético, es una declaración ética: «como haces una cosa, haces todas las demás».
La misma lógica la aplican a un sushi, a un bonsái o a un microchip. Japón trabaja desde el ritual. China desde la producción en masa. Una prioriza la fiabilidad; la otra, la escala. Una admira la forma; la otra persigue el fondo. Ojo, no es baladí: la productividad per cápita de Japón sigue siendo muy superior a la de China, reflejo de su economía madura, automatizada y enfocada en el detalle y la precisión. Cada japonés sigue aportando bastante más al PIB que cada ciudadano chino. Gracias a eso, con sólo el 10% de la población china, genera un cuarto de la riqueza china.
Las formas de mirar y de actuar en el mundo no son anecdóticas, entrañan mucha geopolítica. China se ve a sí misma como una civilización resurgente, con derecho histórico a liderar Asia y a disputar la hegemonía mundial a Estados Unidos. Tras un siglo XIX de humillaciones, ocupaciones e imposiciones extranjeras, ha construido una narrativa de recuperación y orgullo nacional que alimenta su política exterior. Japón, tras cinco décadas de expansionismo imperialista y profundas heridas históricas en la piel de Asia oriental, ha elegido el camino opuesto: contención, diplomacia, prestigio tecnológico.
Mientras China despliega músculo —comercial, tecnológico, económico, diplomático y militar, — para ganar influencia, Japón proyecta reputación, calidad y alianzas para preservar el equilibrio. Pese a compartir siglos de historia, rutas culturales y una interdependencia comercial colosal, la desconfianza mutua es estructural. China no ha olvidado la invasión japonesa del siglo XX, las atrocidades perpetradas a manos de soldados nipones o la colonización de Manchuria. El pasado impide una reconciliación emocional profunda, y el presente alimenta una competencia silenciosa. No habrá guerra, pero tampoco una alianza real. Y aquí es donde merece la pena volver a la empanadilla de marras. Llamar jiaozi a lo que es un jiaozi no es un gesto menor. Es entender que las etiquetas importan, que las palabras nombran realidades y que confundirlas nos vuelve más torpes para leer el mundo.
Si el siglo XXI va a ser el siglo de Asia —como ya lo es—, más nos vale dejar de mirar este continente con los mismos clichés de siempre. Hay que afinar la mirada, reconocer matices, desmontar mitos. Si llamamos gyoza a lo que es un jiaozi es sólo porque lo japonés nos resulta más afín y porque la diferencia entre jiaozi y gyoza puede parecer mínima, pero ahí, justo en ese matiz, se esconde el secreto de dos culturas que seguirán decidiendo, cada una a su modo, el destino del mundo.
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