La hora del violento
El objetivo no era tanto la liberación de la dictadura como instaurar un poder revolucionario tan inapelable e inclemente como ella
A veces, a la hora de interpretar el recurso por parte de ciertos individuos a la violencia, nos dejamos despistar por los argumentos viciados que ... ofrecen —tan sólo de cara a la galería— para justificarlos. La patria, la revolución, Dios y otras coartadas usuales no son más que el trampantojo que esconde la cruda realidad. Para salir de ese aturdimiento, nada mejor que leer a quienes han estado en la sala de máquinas de los violentos y después han sabido alejarse de ellos para contarlo: «La violencia no era para ellos una necesidad revolucionaria, sino el criterio de verdad; de hecho, el único criterio». Así lo enuncia Eduardo Sánchez Gatell en 'El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid', donde narra su experiencia como cándido colaborador de los comandos de ETA que mataron a Carrero y provocaron la matanza indiscriminada de la cafetería Rolando de la capital.
Sin entrar en el posible papel de la más tarde senadora por Herri Batasuna, Eva Forest, o de su marido, el dramaturgo y Premio Nacional de Literatura Alfonso Sastre, en la urdimbre de ambos atentados, lo que Sánchez Gatell señala sin ambages es su convicción, que compartían con el joven etarra José Miguel Beñarán Ordeñana, alias Argala, de que la revolución exigía la violencia más extrema posible, para a su vez estimular en el enemigo una respuesta desaforada. Así se alcanzaría el objetivo, que no era tanto la liberación de la dictadura como instaurar un poder revolucionario tan inapelable e inclemente como ella.
Ese fue el proyecto de ETA durante medio siglo, y por eso la organización, una vez muerto el dictador, se empeñó a fondo —y así lo teorizó el propio Argala— en hacer fracasar por el terror la «democracia burguesa» que estos ideólogos despreciaban y que resultó ser la apuesta de la mayoría de la población, incluido el PCE, que por así transigir con la vía pacífica pasó a ser para ellos igualmente despreciable. La violencia como fin superior e instrumento de poder, enaltecida por quienes no empuñaban las pistolas y ejecutada por cenutrios como los que Sánchez Gatell describe en su libro —como los apodados Tanque y Txapu—: esa era toda la estrategia y a ella se ciñó el engendro hasta su fin.
Conviene no olvidarlo, en un mundo en el que una vez más parece que suena la hora del violento; de ese que dice guerrear, arrasar o incluso masacrar por tal o cual fin elevado y abstracto, cuando en realidad su afán es tan concreto —y vulgar— como imponer su voluntad a fuerza de aniquilar la del prójimo.
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