Va camino de los diecisiete años. Cuando lo encontré, rondaba los tres meses. Estamos juntos desde entonces. Ha sido el protagonista de un puñado de ... poemas, algo que a él le da absolutamente igual. No le hablo mucho. No sé si esto de no hablarle está bien o mal. Simplemente, no me sale. Sienta, quieto, aquí conmigo, vamos, no. Estas son las palabras que más utilizo en nuestra comunicación. Las justas. Y cada vez menos. Con gestos, nos basta. Somos, quizás, un poco austeros afectivamente. O lo soy yo. Estamos juntos, es todo. Y va pasando el tiempo. Cuando éramos jóvenes, dábamos unos paseos larguísimos, siempre sin correa. Sentado así, sin ataduras, me esperaba pacientemente en la puerta de las tiendas y los supermercados. Al caminar, como tiendo a ensimismarme, me olvidaba del perro, pero él nunca se perdía, es como si estuviera unido a mí por un hilo invisible. Ese hilo se ha roto. Cosas de la vejez. Está bastante sordo y casi ciego. Si paseamos por un lugar que no conoce, no le puedo quitar el ojo de encima.
Bastan quince metros de distancia entre nosotros para que no me vea y no me escuche y se ponga nervioso y comience a correr para buscarme sin saber hacia dónde. Y yo detrás, dando unos gritos que él no oye, hasta que lo alcanzo. Le falla ahora la próstata (las revisiones de la mía empezarán dentro de no mucho tiempo). Así que me despierta por la noche para salir y para entrar (espera siempre, como si fuera una tortura controlada, a que yo me haya dormido de nuevo). Cosas de la convivencia. Ahora que empiezo a despedirme de mi perro, y sabiendo que tras Budi no habrá más, pienso que ha sido, ante todo, un buen maestro. Lamiendo cariñosamente, por ejemplo, la mano del loco del pueblo o del mendigo o del enfermo. Sin hacer distinciones. Los perros nos quitan, a poco que los observemos, muchas tonterías de encima. Quizás porque a ellos no les importan todas las cosas triviales a las que nosotros, tan llenos de vanidad, entregamos la vida.
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