Que suene la arena
El verano termina cuando por algún extraño motivo se te quitan las ganas de ir a la playa y pisar la arena. No antes. Ni ... después. No con el cambio de hora. Ni con el frío. Sino por esa extraña indolencia que nos entra cuando tenemos que cumplir con las exigencias de septiembre y lo que este mes conlleva. Admiro a quienes siguen dándose un baño en octubre, o aquellos que cuando sopla el sur en noviembre engañan a la pituitaria y sustituyen el olor a libro de texto o a despacho por el de protector solar, que sigue a mano en el armario.
Esta semana aún estamos a tiempo de seguir pisando la arena, sobre todo porque aún no sabemos el orden en el que van a discurrir las cosas que nos afectan. Por ejemplo, cuándo y cómo empezará el curso escolar en los centros públicos de Cantabria ante la huelga; cuándo y cómo serán las extraescolares; qué margen habrá entre el trabajo y la vida social, si la piscina seguirá acogiéndonos con el mismo olor a cloro a mediodía o la rutina también nos robará esa posibilidad de los paréntesis.
Lo bueno de septiembre es que construye mundos, lo malo es que, para construirlos, hay que derribar lo previo. Me pregunto por qué los castillos de arena es lo primero que cae.
Como si fuera necesario habitar otra vez en lo sólido, dejamos atrás el ocio sencillo de hacer boquetes en la playa, de tocar con los dedos y rascar y fascinarnos con el sonido que hace a través de la toalla, y pasamos a lo serio, a construir una agenda donde los pilares sean firmes, a pesar de que los Presupuestos Generales del Estado de este año aún estén en el aire, como las rutas de Ryanair que hemos perdido entre las nubes. Este es el mes del cambio. Y toca lo serio, el propósito. Hay quien se apunta al gimnasio, a hacer dieta, a yoga, a tocar un instrumento, a no faltar a misa, a ver más a sus abuelos; mi propósito este curso es que, al leer estas columnas, no olvidemos el tacto de la arena, aunque afuera sea invierno.
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