España arde, Soria guarda
España, reino del humo y la verborrea inflamable, se entrega cada verano a su gran ópera de ceniza: pinares que crujen como muelas de viejos ... codiciosos, montes que se achicharran mientras políticos derraman lágrimas de mercurio y helicópteros giran como trompos inútiles sobre el desastre. En este carnaval de negligencia y codicia, Soria surge como reliquia de sensatez perdida, donde el monte es altar, pan y decoro, y no juguete de especuladores ni excusa para el lucro más ruin.
Allí el bosque no se prende por estulticia: es sacramento colectivo. Quien osa encender fuego se enfrenta a la justicia más inmediata y cruel: la del propio pueblo. Antes que las leyes, las miradas sorianas ajustan cuentas; la cerilla del imprudente arde en su ruina y vergüenza. La sanción es invisible, fulminante y más temible que mil magistrados corriendo con espada de tinta.
La vigilancia carece de pompa: torres de madera que parecen obeliscos humildes, ojos que escudriñan horizontes y teléfonos que alertan al primer hálito de humo. Antes con señales de espejos, luego con radios chisporroteantes, después con 'walkie-talkies', hoy con móviles. Cada vecino es centinela, alquimista de la prevención, guardián de la herencia común, mientras el resto de España juega al casino de la incompetencia.
Allí arde lo que se ama; aquí, lo que se descuida. Brigadas que llegan tarde, normas que nadie entiende, urbanizaciones brotando sobre ceniza como hongos de vanidad. Soria enseña que no hacen falta millones ni milagros, sino ojos vigilantes y conciencia.
Quien ignora su bosque, tragará su arrogancia, su humo y su vergüenza… y el país entero solo podrá leerlo en las columnas negras que deja tras de sí, como epitafio de una imprudencia.
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