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La jornada del pasado lunes dejó a España sumida en una penumbra que no solo apagó luces, sino también certezas. La falta de electricidad paralizó ... durante horas la vida económica, social y humana del país, como si un manto de tiempo preindustrial hubiera descendido sobre una nación moderna. Pero más allá de los millones que se han dejado de producir, importa primero detenernos en lo más sagrado: las personas.
En hogares y hospitales, ancianos y enfermos vieron deteriorarse su salud sin posibilidad de asistencia. Fallaron los respiradores, se detuvieron tratamientos, se cortó la cadena de frío de medicamentos vitales. Algunos fallecieron, sin que aún conozcamos el alcance real de esa tragedia. En viviendas de dependientes faltó ayuda, comunicación y esperanza. El daño humano, nos interpela como sociedad.
El impacto económico, aunque cuantificable, no deja de ser inquietante. España genera aproximadamente 4.400 millones de euros diarios en Producto Interior Bruto. Aun si una parte de esa actividad se recupera en días posteriores, las pérdidas directas ascienden a varios miles de millones. A ello se suman los impactos indirectos —empresas proveedoras sin actividad, logística detenida— e inducidos, como la caída del consumo al perderse ingresos. Solo los autónomos han cuantificado pérdidas por encima de los 1.300 millones de euros, y aún falta por evaluar mercancía arruinada y contratos perdidos.
Este apagón no ha sido solo un fallo técnico, sino un recordatorio de que la modernidad no se sostiene sobre cifras, sino sobre resiliencia. Si no se actúa con urgencia reforzando infraestructuras críticas y revisando los protocolos de contingencia, España corre el riesgo de presentarse ante el mundo como una potencia de cifras, pero vulnerable en lo esencial. La civilización no es sólo progreso material, sino orden, previsión y dignidad ante la adversidad.
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