El juego de Trump
Donald Trump juega con el mundo de las cifras y los embustes, donde el mercadeo se viste de política y la vanidad se disfraza de ... poder. En este gran mercado global, en que se comercia compitiendo en algunas ocasiones y cooperando en otras, emerge la figura del presidente norteamericano, mercader de ilusiones y tahúr de la economía. Su arte no es la gobernanza, sino el regateo; no es la diplomacia, sino la intimidación. Como aquel que en el zoco de Fez alza la voz para espantar al comprador y luego baja el precio con sonrisa de zorro, así actúa este señor de las torres doradas y la piel curtida por el sol de su propia arrogancia.
Su política económica es la del garrote: blando en la mano y estruendoso en el aire. Y así, con aranceles y amenazas, juega al tahúr que esconde el as de bastos en la manga, haciendo creer a los demás que su baraja es el destino mismo del mundo.
Trump no se contenta con mercadear tierras y metales. Como quien mueve ganado, sugiere que los gazatíes se vayan a Egipto o a Jordania, como si las personas fueran fichas sin historia ni derecho. Para él, el dolor es promesa, y la guerra, un resort de ensueño.
En este mundo de cifras y espejismos, donde la economía se reduce a un juego de apariencias, Trump es el gran maestro del engaño. Pero, como bien enseña la ciencia de la Economía, toda burbuja termina por estallar, y todo castillo de naipes por derrumbarse. Y entonces, quizá, el mundo despierte de esta farsa, verá que la luna no es de queso y que tras el humo y los espejos de Trump no hay más que polvo y sombra.
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