Apocalipsis de trámite
España ha sido y es de la religión del que mande. Y, ahora, de la de Rosalía
En todos los años que llevamos aquí, publicando columnas más o menos pintureras, nunca hemos caído en la tentación de la crítica religiosa o de ... la burla grotesca al feligrés. Hay un motivo: ya sea la Iglesia de Roma o la más insignificante secta de garaje, el opinador debe guardarse de emitir juicios malintencionados porque, quién sabe, alguna de estas asociaciones podría ser la verdadera. Imaginen la cura de humildad en el Último Día, cara a cara con el Eterno, recibiendo el rapapolvo final por haber despreciado el mensaje divino.
Otra cosa, por supuesto, es evaluar la coyuntura de sus portavoces. Ahí sí podemos y debemos centrar el foco. España ha sido vanguardia anticlerical, aunque siempre con entusiasmos de sustitución. El trasvase de sacralidad hacia lo político exigía mártires y hogueras. Y los hubo. Quizás, en aquella otra época los ánimos estaban al rojo, pero con la democracia y los hechos diferenciales la práctica espiritual dejó de ser moneda corriente. Murió Franco y aquí reaparecieron musulmanes, judíos y protestantes, así como maestros orientales de todo pelaje. De esta forma plural debe funcionar una sociedad abierta.
Pero, en fin, nunca hubo una verdadera competencia mística porque el personal pasa. España ha sido y es de la religión del que mande. Y, ahora, de la de Rosalía. El resto de confesiones asume dócilmente su irrelevancia. Pienso en ello cada vez que los Testigos de Jehová montan sus puestos en la Alameda o en el Paseo Marítimo. Ellas, con faldas largas; ellos, impecablemente trajeados. A la vista, sus publicaciones: Atalaya y Despertad. Esta misión de proselitismo callejero, sin embargo, se acomete con frialdad, como un trámite tedioso. Los Testigos eran célebres por no endulzar su mensaje. El Apocalipsis está cerca, aquí, va a arder hasta el apuntador y los fieles disfrutarán de una eternidad fetén. Yo creo que eso es suficiente como para ponerse serio y proclamar la Palabra con altavoz. «¡Oiga, usted, santanderino infame! ¡El tiempo se acaba!» Pero, nada, oiga. Paso a su lado, simulando cierto interés. No me miran; hablan entre ellos, ignorando mi presencia. Igual es que yo no tengo remedio, pero sospecho que se trata de algo mucho más grave: el compromiso ya no existe. Ni el religioso ni, por supuesto, el político. Recuerden ustedes cómo nos vendieron la libertad y la democracia y vean cómo el Borbón –es decir, Pedro Sánchez, por aquello del refrendo– rinde ahora pleitesía al dictador (sí, dictador) chino. Puro trámite. Eso sí, todos en traje. Impecablemente antifranquistas.
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