La luz y el tormento
La ficción postapocalíptica es un género siempre apetecible a pesar de los zombis. Acaso, precisamente, por la pérdida de su humanidad, los muertos vivientes tienen ... un comportamiento ingenuo y predecible. Ellos avanzan y gruñen, espoleados por un apetito alejado de cualquier ideología y sin estrategia ninguna. Las series y películas del género nunca tratan realmente sobre la desmejorada existencia que literalmente arrastran, ni sobre sus exóticos hábitos alimenticios. En realidad, no hay mucho que decir: si los ves, huyes y ya está. No hay opción al consenso. Es relativamente sencillo.
Estas cintas hablan, en definitiva, de las posibilidades de supervivencia de la especie humana en un contexto en el que el equilibrio institucional ha quebrado y la amenaza es absoluta e irracional. Las tramas se desarrollan en el desierto de lo real, donde no existen refugios ni espacio fértil sobre la que implantar administraciones. La búsqueda de una tierra prometida anima al grupo protagonista, que escapa de las fauces asesinas, de la oscuridad que se expande en un mundo otrora dominado por la luz.
Pero, como no puede no mandar uno, en el horror siempre encontramos al héroe atormentado, al cabecilla que, más allá de sus carencias, sus muchos pecados previos y el escepticismo del pueblo es capaz de soportar el dolor y de conservar dentro de sí las semillas de la Ley y la Justicia, así, en mayúsculas. No le basta, evidentemente, con proteger a los suyos e insiste en la necesidad de ordenar la vida, aun en los momentos de zozobra. Esto es Moisés, por ejemplo, o todos los mesías que en el mundo han sido: figuras carismáticas que sacrifican el presente en beneficio de sus coetáneos. También es Will Keane, el sheriff que encarnó Gary Cooper en 'Sólo ante el peligro' (Fred Zinnemann, 1952), o Ethan Edwards en 'Centauros del desierto' (John Ford, 1956). O, mucho más recientemente, Boyd Stevens, protagonista de la serie 'From' (John Griffin, 2022). Las personalidades de la historia sagrada extienden su idiosincrasia a los mitos contemporáneos.
El ser humano reconoce, quizás de manera innata, la peligrosidad del papel de líder en una comunidad sin orden. El súbdito relega en la figura dirigente todos sus sueños y todas sus razones. La esperanza se condiciona al buen hacer del jefe que, además, en los instantes en los que la institucionalidad ya no sirve para sostener el reparto de competencias, asume completamente la carga. Los enemigos, conscientes de la concentración del poder en un solo espíritu, lo atormentan e intentan derribarlo. Por eso, nadie quiere desempeñar ese cargo tan ingrato y ofrecer su cuerpo para la salvación de muchos. Ni aunque se apague la luz.
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