El sentido del verano
En Cantabria se han depuesto las armas de la industrialización y la empresa
Pasan los años y en Cantabria se agrava la dolencia balear. No se trata únicamente de la vergüenza de la playa de El Puntal, reconvertida ... en establo para botellones y cementerio de desperdicios, sino de la implementación de una política consciente, destinada a dar la batalla de lo vulgar. Porque el turismo patrio, hoy, no cabe duda, es alcohol, ruido y horteras. Por supuesto, las autoridades santanderinas fingen alcanzar un equilibrio inviable entre la «ciudad cultural» y los eventos casposos que se programan, repartidos por sus calles, aunque mayoritariamente celebrados en el centro (plaza del Ayuntamiento, Porticada y Alfonso XIII). No hay arreglo posible. Convencidos todos de la inevitabilidad hostelera de Cantabria, se han depuesto las armas de la industrialización y la empresa. Bebamos y demos de beber. Bailemos, que nuestra juventud se marche a trabajar fuera y que limpien otros.
A ver, Sánchez, frene un poco. Es usted demasiado joven para asumir este relato clasista del Santander perdido; de la corte y la burguesía con ínfulas reales; de los comercios exclusivos que desprecian al cliente. Es cierto, debo tener cuidado. Al fin y al cabo, pocos quieren volver a los días de Mafor y de las estaciones húmedas y solitarias. Ahora, hay individuos que se animan y abren boutiques de café, tiendas de repostería japonesa o fusiones peruanas. Pero, ¡ay!, Santander se reduce a unas pocas calles, destino de las multitudes y de las grandes marcas, las únicas, estas, que pueden soportar los altísimos alquileres y que reproducen milimétricamente su disposición en otras capitales del país.
El resto de la ciudad, incluso otras zonas muy cercanas, también en el centro, pero acaso con demasiadas cuestas o sin tanta luz –o sin espacio para mercados o atracciones–, languidece en el olvido comercial. Con los carteles de 'se alquila' o 'se vende', la suciedad y la ruina esto parece Detroit. A nadie le importa si, en compensación, pueden estallar los petardos más escandalosos o si el personal malcome en las casetas.
¿Para qué sirve el verano? El escaparate cántabro demuestra que, desde luego, no para reposar tras el esfuerzo de todo el año, para reencontrarse con el placer sin horarios, para disfrutar de las compañías elegidas. Para leer o escuchar música. Y dormir sin la promesa del madrugón. ¿Se imaginan? Nadie quiere esta revolución. Para que no decaiga, el poder activa una energía etílica y festivalera acumulada en la proliferación de peñas, botellines y vasos de plástico que, al amanecer, quedan vacíos sobre aceras y bancos (los cristales repartidos para hacer peligrar la integridad de los transeúntes). En fin, ni ropa blanca ni jilgueros en el balcón.
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