Una estafa muy legal
Los ladrones habían hecho uso indebido de su información personal y, con ella, probablemente habían obtenido una tarjeta de crédito
Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre el mal sueño que supone perder todo fuera de tu ciudad y sobre la pesadilla en ... que puede convertirse ese sueño cuando le sumas una estafa. Eso es lo que le ocurrió a un amigo de la facultad que, en visita de trabajo a Madrid, sufrió el hurto de su cartera. Una de tantas. Llevaba encima lo imprescindible: DNI, tarjeta bancaria, la del Metro, la del hotel y un billete menor, pero el trastorno fue monumental.
Pasó de noche, mientras cenaba solo en un local del centro. Al ir a pagar encontró que no tenía con qué. Por suerte, la tarjeta digital del móvil le salvó los muebles en primera instancia... pero nada más. Inmediatamente, abrió la aplicación del banco, bloqueó la tarjeta y solicitó una nueva. De paso, comprobó que los cacos ya le habían hecho gastos menores, de los que no requieren contraseña, en varias tiendas.
Lo siguiente, la correspondiente denuncia. Un policía que encontró fuera del restaurante le indicó que debía dirigirse a la comisaría más cercana. Claro que en Madrid «más cercana» puede significar varios kilómetros… y así fue: al final de la calle de las Huertas, a unos dos kilómetros de donde se encontraba. No era tanto. Al llegar, a las doce y pico, lo llevaron a una sala de espera en la que guardaban turno otras diez personas. Gracias a que había dos policías dedicados a esos menesteres, la espera solo duró dos horas, con lo que salió del local a eso de las 2.30 de la mañana. Tocaba armarse de fuerzas para ir al hotel. Miró su móvil y comprobó que estaba a unos cuatro kilómetros, así que, apurando el paso, calculó una hora y pico. Y así llegó a las 3.45 medio muerto.
De vuelta a casa, cita para nuevo DNI y fin de un mal sueño.
La pesadilla comenzó unos meses después, cuando empezó a recibir llamadas de una entidad bancaria que le reclamaba el importe de una deuda. Como no tenía cuenta en esa entidad, consideró que eran llamadas trampa, para vender productos u obtener información de esto o de lo otro. Pero no, la insistencia era incesante y el cabreo de mi amigo creciente ante lo que ya parecía acoso, digno de nueva denuncia. En una de esas llamadas, una interlocutora le instó amablemente a esperar un poco y escucharla. Y su sorpresa fue mayúscula cuando esta le preguntó si había sido objeto recientemente de algún robo. Entonces, mi amigo empezó a comprender. La banquera le explicó que sus ladrones habían hecho uso indebido de su información personal y que, con ella, probablemente habían obtenido una tarjeta de crédito de una conocida cadena de cachivaches y habían fundido el saldo de una tacada. Para librarse de la deuda, que, en efecto, figuraba a su nombre, tenía que ampliar la denuncia del primer hurto y enviar al banco la documentación.
Y así lo hizo. El 'modus operandi' de los carteristas debió de ser este, a tenor de lo ocurrido. Primero, adquirieron una tarjeta telefónica de prepago en una operadora; luego, crearon una cuenta de correo electrónico con el nombre y apellidos de mi amigo, tal como figuraban en su DNI; por fin, con el nuevo número de teléfono donde recibir los mensajes de verificación pertinentes, la nueva dirección de correo electrónico y otros datos del DNI (número y dirección postal), contrataron por internet la tarjeta de crédito. Todo muy limpio, sin dar la cara y sin dejar rastro.
Pero el pasmo de mi amigo fue incluso mayor al comprobar que esta operación se había realizado diez días después de la primera denuncia, es decir, cuando el DNI estaba más que anulado, y que una sociedad, que decía actuar como «Prestador de Servicios de Confianza generando una prueba por interposición», certificaba «que todos los datos recogidos en el presente documento corresponden con la contratación electrónica certificada entre las partes abajo indicadas –la entidad bancaria y mi amigo–» y bla, bla, bla.
O sea, que la empresa que supuestamente debería comprobar y certificar que los datos aportados en el contrato eran verídicos había contribuido a la estafa al certificar, con verificación notarial, verificación electrónica ¡e incluso verificación de la firma biométrica!, como consta en el papel que el banco envió a mi amigo, que eran auténticos datos que, en realidad, eran falsos. Esa sociedad, por cierto, española, acumula muchas reseñas negativas en las que otras víctimas cuentan cosas parecidas y peores.
Así que ya ves: mi compañero fue mediador, sin quererlo ni saberlo, de una estafa en toda regla, que, gracias a una empresa prestadora de servicios de la máxima confianza, resultó ser legal. Por suerte para él, la denuncia le libró del pago. Entonces, ¿quién habrá corrido con el importe? ¿El banco, generosamente? ¿Alguna compañía de seguros? ¿O tal vez la propia sociedad certificadora, previa denuncia del banco?
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