Pensé en las personas que más quiero, en las que lo saben y en las que no
CUADERNO DE EXCEPCIÓN | Día 30 ·
Empiezo a escribir el artículo por su encabezamiento: 'día 30'. Treinta días ya sumidos en esta extrañeza. Anoche abrí los ojos en medio de la madrugada y pensé en las calles desiertas de Madrid, de Nueva York, de Roma, de París. Pensé en millones de personas confinadas en sus casas en Europa, en Asia, en África, en Oceanía, en América. Pensé en las autopistas sin gente, en los aviones detenidos en las dársenas de los aeropuertos. Pensé en la naturaleza despertando en esta primavera. Pensé en los libros que me esperan, en su lealtad y en su infinita paciencia. Pensé en los médicos trabajando dentro de sus trajes espaciales. Pensé en lo que pensarán los enfermos que temen morir solos. Pensé en que el único sentido de esta vida pasa por el amor que damos y nos dan. Pensé en todas las veces que no he sabido recibir el amor o que no he sabido darlo. Pensé en la dulzura. Pensé en las personas que más quiero, en las que lo saben y en las que no. Pensé más en las últimas que en las primeras. Al final me dormí, no sé cómo ni pensando en qué. Cuando me desperté llovía de forma torrencial, me gusta oír la lluvia cayendo sobre el tejado, me relaja escuchar cómo el agua se precipita como un manantial por los canalones de la casa, imagino cómo ese agua se desliza hasta los manantiales subterráneos y encuentra la manera de llegar al mar. Al mediodía salió el sol. Al calor de este sol escribo. Un mes de confinamiento. El gel desinfectante y las mascarillas que compré ayer me miran desde la encimera de la cocina. Parece que me dijeran que me vaya acostumbrando a esta anomalía. Cojo la mascarilla, me la pongo y me miro en el espejo del baño. Fuerzo una sonrisa y no se ve. Como no soy muy expresivo, pienso que no se notará tanto. Respiro y se me empañan las gafas. Me quedo un rato mirándome a través de esos cristales que me recuerdan a las ventanas en invierno. Ahora hay tiempo para eso, para quedarse así, observándose a uno, investigándose, intentando hallar el rostro que aparece cuando descansa la máscara. Es como revelar una fotografía, lentamente emerge lo que permanece oculto: las heridas abiertas, las antiguas, el niño aquel. Una hormiga camina por la pantalla del ordenador. La dejó ahí, ascendiendo y descendiendo por el documento mientras escribo. Llevo un mes con esta disciplina diaria de dedicar un rato a este cuaderno. No sé si lo echaré de menos cuando esto termine. Imagino que no, pero quién sabe. La hormiga se detiene sobre la palabra amor y se queda allí, frotando sus patitas, como si se alimentara.