Los tres cuerpos políticos
Los poderes Judicial, Ejecutivo y Legislativo giran en una órbita compartida, pero el roce se convierte en choque; un desajuste basta para desencadenar trayectorias caóticas
El viejo problema de los tres cuerpos, que obsesionó a Newton y llevó a Poincaré a reconocer la imposibilidad de una fórmula exacta, nos ofrece ... una metáfora fecunda para entender el momento político español. Tres cuerpos celestes orbitan en el mismo espacio, atraídos por fuerzas que nunca alcanzan un equilibrio estable. El sistema no admite soluciones simples ni trayectorias fijas; basta una mínima perturbación para que todo entre en un movimiento imprevisible, es decir, en el caos. Así ocurre también con los tres poderes del Estado. Ejecutivo, Legislativo y Judicial conviven en una órbita compartida que no es estática ni geométrica, sino tensa, frágil y expuesta a colisiones cuando uno de ellos pretende absorber a los demás.
La separación de poderes, como escribió Montesquieu en 'El espíritu de las leyes' (1748), no es un artificio técnico, sino el principio vital de la libertad política. «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder», advertía el pensador francés, recordándonos que el sistema democrático se alimenta de tensiones reguladas y no de armonías forzadas. Lo que España atraviesa en estos meses es precisamente el riesgo de olvidar que ese equilibrio nunca está garantizado de una vez para siempre, y que la desconfianza recíproca entre poderes erosiona la credibilidad de la legalidad común.
El Parlamento se ha fragmentado en una pluralidad que, lejos de enriquecer, multiplica la dificultad de alcanzar consensosdamián
El poder judicial se encuentra hoy bajo asedio. No solo porque arrastra la pesada carga de los retrasos y bloqueos, sino porque ha entrado en el centro del ruido político. El presidente del Gobierno afirmó hace apenas unos días en televisión nacional que hay jueces «haciendo política», lanzando sobre la judicatura un manto de sospecha que difícilmente se disipa. La presidenta del Consejo General del Poder Judicial respondió desde la solemnidad de la apertura del año judicial que los jueces merecen respeto y no descalificaciones, en un gesto de defensa institucional tan necesario como insólito. Entre tanto, el fiscal general del Estado, imputado por presunta revelación de secretos, se mantiene en su cargo y se sienta junto al Rey en un acto que debería representar la majestad de la Justicia, pero que terminó convertido en símbolo de tensión.
La independencia judicial, ya de por sí frágil en España, aparece, así, como terreno de batallas políticas. Lo que debería ser un poder respetado como árbitro, capaz de garantizar que la ley se aplica a todos por igual, se ve cuestionado desde dentro y desde fuera. Las huelgas convocadas por jueces y fiscales contra reformas percibidas como una amenaza a su autonomía muestran hasta qué punto la propia profesión siente que su espacio está siendo invadido. Y el ciudadano, que contempla este panorama desde la distancia, no puede dejar de preguntarse quién velará por sus derechos si la Justicia termina convertida en un campo más de la contienda partidista.
Pero no es solo el Judicial el que vive bajo presión. El Legislativo y el Ejecutivo tampoco logran orbitar con normalidad. El Parlamento se ha fragmentado en una pluralidad de partidos que, lejos de enriquecer la deliberación, multiplica la dificultad de alcanzar consensos estables. Cada votación se convierte en una negociación de supervivencia, donde lo que prima no es la búsqueda del bien común, sino la suma precaria de apoyos para resistir un día más en el poder. El Ejecutivo, por su parte, se ha vuelto un actor de maniobra constante, atrapado en vetos cruzados y acuerdos efímeros. La política se convierte en regate corto, en un juego de mayorías variables sin horizonte. Y se puede vaticinar una debilidad parlamentaria aún mayor en el futuro, pues cuanto más se multiplica la «representación» en una diversidad de colores e ideologías frente al bipartidismo clásico, más difíciles y enojosas se vuelven las negociaciones necesarias para sostener un Estado fuerte y estable. La pluralidad, que debería ser un signo de vitalidad democrática, se transforma en fragilidad estructural cuando no existen cauces de cooperación capaces de articular mayorías duraderas.
En este contexto, la metáfora del problema de los tres cuerpos ilumina la escena. Los tres poderes giran en una órbita compartida, pero el roce se convierte en choque cuando uno invade el espacio del otro. El Ejecutivo tiende a imponer su inercia, el Legislativo se fractura en pactos imposibles, y el Judicial se ve arrastrado al centro de las batallas. Como en la mecánica celeste, un pequeño desajuste basta para desencadenar trayectorias caóticas. Lo que debería ser tensión regulada se convierte en colisión abierta.
El riesgo es evidente. Si la Justicia deja de ser árbitro y pasa a ser jugador, atrapada en la sospecha de parcialidad, la democracia pierde su última garantía. Y si el Parlamento sigue atrapado en la lógica de la fragmentación, incapaz de dar estabilidad al Ejecutivo, la política española quedará reducida a un forcejeo constante, sin proyecto ni horizonte. No es que antes existiera un equilibrio perfecto –nunca lo hubo–, pero lo que ahora se percibe es una voluntad explícita de llevar la tensión al límite, de empujar a los cuerpos hacia la colisión.
Frente a ese peligro, conviene recordar que la fortaleza de la democracia no radica en la armonía perfecta, sino en la capacidad de mantener un equilibrio móvil. La clave no es eliminar la tensión, sino impedir que se transforme en descalificación sistemática. Montesquieu lo dijo con claridad: el poder solo se contiene con otro poder, pero esa contención debe ejercerse dentro del respeto mutuo y no desde el ataque abierto. La independencia judicial no es un lujo corporativo, sino la condición misma para que el ciudadano confíe en que la ley lo ampara frente a cualquier abuso.
España entra en este nuevo curso político con los tres cuerpos más cerca de la colisión de lo que sería prudente. El Ejecutivo que acusa a los jueces de hacer política, el Legislativo que se fragmenta en mil vetos, el Judicial que se defiende como puede bajo sospecha e intromisión. El problema de los tres cuerpos no tiene solución matemática, pero en política sí puede tenerla: consiste en reconocer que, sin respeto y sin límites, la danza se convierte en caos. El desafío de este tiempo no es decidir qué poder prevalece, sino aceptar que ninguno puede sobrevivir si destruye la órbita común que los une.
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