En tiempos de Beato de Liébana, cuando se acercaba el año mil de nuestra era, el pensamiento le daba vueltas a la apocalíptica venida del ... fin del mundo. Menos influenciados por la religión, mil años después estábamos pendientes del colapso que, supuestamente, los ordenadores iban a causar por culpa del cambio de dígito al entrar en el año 2000.
Agoreros con profecías anunciando calamidades, los ha habido siempre. La idea de visibilizar el desastre global, aunque demasiado manido, ha sido y es muy eficaz para manejar a los pueblos por parte de sus gobernantes.
Pandemias, guerras nucleares, cambio climático, descontrol de la inteligencia artificial, deterioro medioambiental, superpoblación o el impacto de un gran meteorito, siguen siendo nuestra espada de Damocles.
En un escenario más doméstico, la política también juega a anunciar grandes catástrofes que la historia de España ha vivido en varias ocasiones. La guerra entre españoles y el levantamiento de los autoritarismos mantienen amenazas que izquierdas y derechas se entretienen en intercambiar con el propósito de hacer necesaria una reacción salvadora.
Para unos, la corrupción, la injerencia política en la justicia, la cesión de mecanismos institucionales para potenciar a quienes quieren romper la unidad de España o la excarcelación o amnistía de quienes anuncian repetir los delitos por los que fueron sentenciados, son elementos que encauzan al país hacia el deterioro democrático y el establecimiento de una dictadura con piel de cordero.
Para otros, el verdadero peligro es que la derecha consiga el poder, disuelva los derechos conseguidos y promueva un régimen como el que se impuso en el país en 1939.
Mi amigo Toño, que desde hace meses se niega a interesarse por las noticias de carácter político, está de acuerdo en que existen señales claras de un futuro distópico y apocalíptico. Desde que le cerraron el único bar que había en su pueblo se teme el verdadero fin de su mundo despoblado. Es su catástrofe verdadera.
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