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Los libros son como las palomas. Protegen símbolos excelsos, como la paz y la sabiduría. Viajan para divulgar sus mensajes entre plumas o páginas. Reposan ... en el palomar o en las estanterías de nuestras casas. Pero a ambos se los ha declarado la guerra. Las palomas, antaño adorno alegre de las urbes y juego de metas inalcanzables para niños que intentan atraparlas, se han convertido en elementos antihigiénicos, aves molestas productoras de excrementos y catalogadas ya (¡válgame Dios!) en la misma categoría que las ratas inmundas. Se destruyen sus nidos y las ordenanzas municipales sancionan a quienes las den de comer. Habrá que buscar otra distracción para los jubilados en los parques, por ejemplo, la lectura de libros.
Pero ya digo, los libros son como las palomas. Primero los acogemos en casa para nutrir de alma nuestros hogares. Disfrutamos con sus relatos o poemas, sacamos partido de sus conocimientos y luego los adoptamos para formar parte del proyecto de nuestra ambiciosa biblioteca casera. Algunos tienen dedicatoria y todos tienen su historia: un regalo de alguien querido, una lectura que nos cambió, un recuerdo de la época de estudiante, una compra especial… Como una res marcada por la ganadería, los míos llevan sello de exlibris y forman parte de mi intimidad. Pero de pronto, como las palomas, te das cuenta de que su población aumenta y amenaza con convertirse en plaga.
Los libros comienzan a revolotear por las habitaciones. No caben en las estanterías, se amontonan en las mesas, en el suelo, en los baños… como si quisieran echarte de tu propia casa. Es cuando comprendes un poco a los 'bomberos' de 'Fahrenheit 451'. ¿Pero quién es capaz de quemar un libro? Así que en una especie de juicio sumarísimo voy condenándolos a la pena del 'paseo' y con harto dolor de mi corazón los abandono en las calles como un bebé no deseado. Qué dolor. Malditos libros.
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