Atado con el cinturón de seguridad y a punto de despegar, continúo preguntándome cómo es posible que vuelen los aviones. No dejo de pensar en ... la magia de la radio o de la televisión y todos los días sigo sin comprender cómo algunos hemos vivido parte de nuestras vidas sin internet y sin teléfonos inteligentes.
Y cuando parecía que ya lo había visto todo, va y aparece la Inteligencia Artificial (IA). ¿Qué va a ser de nosotros y de nuestra capacidad de asombro?
En lo que afecta a quienes nos dedicamos a escribir, bien está la incertidumbre y el temor que produce este endemoniado invento por su facilidad para generar textos sin el correspondiente esfuerzo que lleva consigo. Y aunque es cierto que supone un aliado que libera tiempo, sugiere ideas y acelera procesos tediosos, también invita a una triste reflexión sobre la devaluación de la originalidad y autenticidad, como los plagios que abundan como plagas de pulgas.
Menos mal que hay quien defiende que el arte y la literatura, donde tan esenciales son conceptos como la emoción, el sentimiento, la experiencia vital y la subjetividad, son irreemplazables. Aunque un algoritmo pueda imitar estilos o combinar elementos, siempre carecerá de la intencionalidad genuina que conlleva la creación como acto íntimo y transformador del ser humano. Además, aunque dudo si los lectores podrán diferenciar unas obras de otras, tengo muy claro que la IA nunca sustituirá la satisfacción del proceso de crear.
Han sido esos procesos de creación de la imaginación humana los que han presentido desde hace tiempo los peligros de la IA. Abundan los relatos de ciencia ficción donde las pérfidas máquinas inteligentes esclavizan o se rebelan contra el hombre. ¿Pérfidas? Ante el progresismo de corrupción en España y el imperialismo internacional bélico que nos asola, creo que sería mucho mejor un mundo que lo administrara la IA, sin ese placer de dominar y destruir que nos corroe.
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