Ya siento la muerte de Rosa Regàs. La conocí cuando era directora de la Biblioteca Nacional y anunció su intención de retirar la estatua de ... Marcelino Menéndez Pelayo del vestíbulo de la biblioteca. Qué revuelo se armó. Todos interpretamos que su decisión tenía motivaciones políticas y hubo críticas en la prensa, protestas de los representantes de las instituciones cántabras y hasta una pequeña manifestación en el jardín de la biblioteca de la calle Gravina.
Pero no siempre las cosas son lo que parecen. Fue la gran lección de Carlos Bribián, un viejo periodista que en su vida profesional sólo creía en lo que tocaba con sus propias manos. No se creyó que la ideología fuera capaz de arremeter contra la grandeza intelectual de Menéndez Pelayo y, ni corto ni perezoso, se lanzó a entrevistarse con aquella aparente dama de hierro de la 'Gauche Divine' para conocer la verdad. Pero la Regàs no era de hierro. Se dejó llevar por el poder seductor de Carlos Bribián, que la saludó en catalán y la susurró melodías de sardana al oído. Brindamos con orujo lebaniego en su despacho ante la mirada de un cuadro de D. Marcelino que la directora tenía en su despacho, y que nos enseñó con respeto explicando que lo que quería era retirar la estatua para desbloquear una de las salidas de la biblioteca, pensando que era mejor ubicación la escalinata exterior, junto a las estatuas de San Isidoro, Alfonso X, Nebrija, Luis Vives, Lope de Vega, Cervantes…
Aquel día, Bribián convenció a la directora para que la estatua no fuera 'expulsada' a la calle y que en todo caso se moviera unos metros para evitar el embotellamiento ante una posible emergencia, aunque días después un informe técnico desaconsejó el traslado de la estatua al exterior y se zanjó la polémica sin poder demostrar el talante sincero y conciliador de Rosa Regàs ante tanta crítica y desconsideración.
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