Cuenca, apología del amarillo
En otoño, los árboles de las hoces del Huécar y el Júcar enmarcan con ese color cualquier perspectiva de la ciudad vieja, encaramada a un peñasco
césar coca
Sábado, 7 de noviembre 2015, 21:17
El Greco no trabajó para la ciudad de Cuenca ni para ninguno de sus nobles, ni tampoco para parroquia alguna. Una lástima. Al pintor cretense le habría encantado pintar la urbe desde fuera, como hizo con Toledo. Pasear por las hoces del Huécar y el Júcar en las tardes de otoño y plasmar en el lienzo el color de las hojas de los árboles, ese amarillo denso e intenso que enmarca el enorme peñasco sobre el que se levantan las iglesias y las casas del casco antiguo. Pocos pintores han usado mejor que El Greco ese color que a mitad del otoño se ha adueñado de las riberas de los dos minúsculos ríos que rodean la ciudad. Pero él nunca trabajó allí, y el visitante tiene la oportunidad de definir su propia mirada. Porque Cuenca es, por encima de todo, un lugar de perspectivas. Una ciudad para ver desde fuera o desde la que mirar al exterior. Un extraño punto de vista, acostumbrados como estamos a glorias arquitectónicas o callejuelas que nos sumergen en la Edad Media. Aquí es preciso enfocar lejos para contemplar mejor lo que está cerca.
El otoño es el momento justo para visitar esta ciudad que no destaca por su arquitectura. Quien guste de recorrer catedrales de belleza apabullante no sentirá demasiado interés por la de Santa María y San Julián. Lo más atractivo de la misma son un transparente diseñado por el arquitecto Ventura Rodríguez y las vidrieras de Gustavo Torner, promotor del museo de Arte Abstracto que se encuentra a poco más de cien metros del templo. La fachada es de comienzos del siglo XX, de un estilo neogótico un poco chirriante. Hay varias iglesias y conventos en la ciudad en los que detenerse al menos unos minutos, pero soportan mal la comparación con los existentes en la vecina Toledo.
La catedral se levanta en un extremo de la plaza Mayor, de extraña forma trapezoidal. En el otro está el Ayuntamiento, y flanqueando a ambos, una serie de casas pintadas de colores llamativos que son las que realmente dan encanto al conjunto. La ciudad vieja, patrimonio de la Humanidad, se extiende hacia arriba y se compone de apenas tres calles paralelas, dos de las cuales se abren hacia las hoces. El paseante discurre por ellas, sube y baja escaleras, atraviesa galerías y descubre plazas mínimas. Pero su mirada siempre busca las hoces, con su apoteosis de amarillo que pronto se convertirá en rojo para luego mudar al gris de las ramazones peladas de los árboles.
En una ciudad que tanto debe a Antonio Saura, Fernando Zóbel y Gustavo Torner; que vio nacer al navegante y conquistador Alonso de Ojeda; que es la capital de la provincia donde vino al mundo Fray Luis de León, el viajero se extrañará de hallar carteles que indican que un inmueble es la 'vieja casa de José Luis Perales'. Sin despreciar los 50 millones de álbumes vendidos por el cantautor conquense eran otros tiempos, ahora le resultaría imposible, no se trata de personajes de la misma dimensión. Pero es un exceso de populismo que se perdona cuando se contempla el verdadero prodigio de la ciudad: su ubicación, sobre una elevación del terreno que se corta literalmente en vertical hacia el cauce de dos ríos tan estrechos y poco caudalosos que más parecen propios de un belén.
El turista no puede dejar de cruzar el puente de San Pablo, una aparentemente frágil construcción de metal, con el piso de madera, que comunica la ciudad vieja con la zona del convento del mismo nombre (hoy Parador Nacional). Las mejores vistas son por la mañana, cuando la luz da de lleno en las construcciones que se asoman a la hoz. Es el lugar para contemplar con calma las casas colgadas solo quedan tres, el llamado 'rascacielos' un edificio que tiene apenas tres pisos en el lado que da a la calle y diez en la cara que mira hacia la hoz del Huécar y en general la línea del horizonte. También merece la pena cruzar el puente de noche. La vista no es exactamente la de Nueva York desde Brooklyn pero las rocas iluminadas y la silueta de algunos edificios recortándose sobre el cielo negro tienen algo de inquietante e irreal.
Cuenca es una ciudad de rincones y paseo tranquilo pero cansado, porque en la ciudad vieja no hay cien metros seguidos de superficie llana. Pero es ahí, en el poco más de medio kilómetro que hay de la Torre Mangana muy cerca está la fachada barroca del convento de la Merced, quizá la más bella de la ciudad a la puerta norte de la muralla, donde se concentra el encanto de Cuenca. Más arriba, la urbe termina bruscamente en un mirador a la hoz del Huécar. Más abajo, un dédalo de calles llevan a la parte nueva, un refugio cuando al atardecer la ciudad vieja queda desierta, pero carente de otro interés que no sea el de los bares de tapas y alguna cafetería bien puesta en la que tomar un descanso de tanta cuesta y tanta perspectiva sorprendente. Cuenca es un perfil sobre la roca rodeado de una masa de amarillo.
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