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Javier Gómez Arroyo
Lunes, 13 de octubre 2014, 11:04
Aún con su discreción era una parte esencial de la historia de Vega de Pas, pues un siglo de vida da para ello. Pepe Navarro (1915-2014) sentía ganas de irse y se ha marchado, voluntad meritoria para él y tristeza enorme para los habitantes de esta regia villa que, en contagioso silencio, anhelaba el deseo de poder celebrar con su presencia los 100 años que hubiera cumplido el próximo primer día de febrero.
Nacido en el municipio murciano de Mazarrón, Navarro hubo de bajar con tan sólo doce años a la mina en la que su padre también trabajó. Allí encendió su primer pitillo, el primero de los miles que habría de fumarse y en aquella necesitada España comenzó a especializarse en los rudimentarios motores de los camiones y autobuses, su verdadera y gran pasión. Renunciando a la herencia de aquel pozo salió para luchar en el bando republicano por unos ideales en un país que habría de vivir una más de sus absurdas guerras civiles. Vencidos sus principios, que no su dignidad, llegó como preso político de esa pugna a esta montañosa villa para trabajar en la construcción del túnel de La Engaña, junto a 190 compañeros de los que él ha sido el último en cerrar la puerta de tan funesta crónica.
Suplida su irracional pena, decidió quedarse en Vega de Pas. Se casó con una pasiega, fundó una gran familia y desempeñó, sin faltar un solo día, su trabajo como conductor de la línea de autobús que conectaba a los pasiegos de la Vega y San Pedro del Romeral con la capital cántabra.
Sibarita en sus caldos y amigo de escuchar mucho y comentar poco, constantemente presumió de sentarse con una juventud que, aunque incluyese en ella a numerosos jubilados o responsables ya de nietos, a su lado, cualquiera parecía pertenecer a tan divina voz. «Lo peor de vivir tantos años es la cantidad de gente que dejas en el camino», le oyeron decir alguna vez. Y en esa senda ha quedado su quijotesca y elegante traza que formaba parte ya del ornamento de la plaza y, junto a esta estampa de solera majestad, el entrañable recuerdo de la prudencia y juicio centenario de un preso que siempre supo vivir en libertad.
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