Pese a los discursos más pretenciosos de nuestros gobernantes, a nadie se le escapa que los precios en los últimos años, especialmente a raíz de ... la pandemia, han subido muy por encima de los sueldos de los trabajadores medios. La inflación ha modificado las tarifas en la gran mayoría de los ámbitos económicos y la hostelería no se ha quedado al margen. Esto se plasma tanto en los menús del día como en las cartas de los restaurantes. El precio medio se ha incrementado y ante eso nadie puede llevar la contraria. No quiero con estas palabras decir que no estén justificadas esas subidas, simplemente se trata de constatar un hecho.
Por ello, resulta fácil de entender que al cliente medio le cueste más salir a comer o cenar fuera de casa. Pero como estamos en una cultura del bienestar, el atajo pasa por ajustar más a la hora de elegir dónde y qué comer.
Y en esto contexto, ¿qué podemos decir de las propinas? En España, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, no son obligatorias, por lo que resulta relativamente comprensible que apenas el 20% de los clientes tengan ese gesto voluntario. Si al cliente de perfil medio le ha subido el coste de la experiencia gastronómica y su sueldo no lo ha hecho, hasta cierto punto parece comprensible que prefiera dejar ese dinero para salir otra vez.
Sin caer en el error de generalizar, habría que preguntarse qué razones hay para dejar una propina en un establecimiento en el que el servicio ha sido deficiente. Posiblemente ninguna.
Otra cosa diferente es cuando el cliente sale satisfecho con el trato dispensado por un camarero concreto. Que sepa este cliente que su propina no irá directamente al bolsillo de ese camarero, sino que irá al «bote», que se repartirá entre «todos» –buenos y malos– a fin de mes. ¿Justo o injusto? Ustedes opinarán.
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