El placer de no cocinar
Puede que los platos más felices del verano no pasen por una sertén...
Leyendo el título de hoy pensaréis que me he vuelto loco, pero no, hay días, sobre todo en verano, cuando el calor aprieta, el ventilador parece «bufar» y el cuerpo se arrastra en los que uno llega a una conclusión, casi iluminadora: hoy no se cocina.
No por falta de ingredientes, tampoco por pereza, simplemente porque no siempre apetece andar pelando tomates, ni confitando cebollas, ni decidiendo qué hacer con ese calabacín que lleva tres días mirándote raro. Cocinar, como tantas otras cosas, también debería poder dejarse para mañana.
En verano, cuando todo se ve más lento, aparece una cocina distinta, la cocina del «no-hacer», que es silenciosa, invisible, muchas veces despreciada, pero profundamente sabia y, por supuesto, hay que saber hacer el «no-hacer».
Esta cocina no aparece en Instagram, no tiene platos con nombres largos, ni texturas reinventadas, ni espuma de nada, tampoco largos sofritos, pero tiene algo aún más valioso: verdad. Una verdad que se sirve fría, con cuchillo de untar y sin que nadie tenga que recoger los cacharros después, ni tirarte horas recogiendo la cocina, ni fregando.
Hay grandes clásicos que brillan en la cocina del «no-hacer», como pueden ser, el pan con tomate y buen aceite –si queréis algún embutido encima es perfecto–, que si el pan es crujiente y el tomate es de huerta, ya no necesita nada más que alguien que sepa no estropearlo.
La sandía a bocados, comiendo directamente sobre el fregadero para no manchar la camiseta. El melón con jamón, que es alta cocina emocional si se sirve en un plato blanco de duralex, de los de toda la vida, clásico entre los clásicos.
Es cocina de latas de conserva que saben a domingo en la playa: berberechos, sardinillas picantes, mejillones en escabeche.., puro sabor, cero complicación, con una barra de pan más que suficiente.
Queso, fruta y vino, un trío que ha salvado más cenas en este país junto con la tortilla francesa.
No es una cocina que requiera pasar por el mercado ni tener una «mise en place», lo único que pide es un poco de sentido común, una buena sombra y el privilegio de no tener prisa.
Cocinar está muy bien, que os voy a decir yo que todas las semanas os animo, es creativo, terapéutico, incluso adictivo, pero también puede cansar, sobre todo cuando todo el mundo está de vacaciones y tú eres el único que parece estar haciendo la mili con delantal.
Y es curioso cuanto más te gusta la cocina, más aprendes a valorar estos silencios. Estos días en los que el cuerpo te pide no encender nada, no elaborar nada, no buscar ninguna sofisticación, solo alimentarte bien, el disfrute sin producción, en el sabor sin esfuerzo, en la siesta sin digestión pesada.
Pero que esto que os cuento no os lleve a engaño, no cocinar no significa no pensar; elegir una buena conserva, un pan bien hecho, una fruta madura o una aceituna con saborazo también es un acto gastronómico, de hecho, muchas veces requiere más criterio que ponerse a cocinar con prisas cualquier cosa solo «porque hay que comer».
La cocina veraniega del «no-hacer» también es una forma de cuidar, de cuidarte a ti y de cuidar a los tuyos, de elegir algo fácil, sí, pero que no sea lo primero que pillas. Porque en eso también se nota el oficio, aunque no haya fuego.
Y así, entre cerveza fría, sandía recién cortada y una cena improvisada con cuatro cosas buenas, uno descubre que el verano no pide más, ni menos, solo pide no complicarse.
Puede que los platos más felices del verano no pasen por una sartén pero, os aseguro, que, cuando están bien pensados, saben a gloria y no dejan ni una sartén por fregar.