Llegó el bonito
Es un producto con matices, con partes, con posibilidades que van mucho más allá de lo que solemos hacer
Cada verano vuelve la misma historia, llega el bonito del norte y nos lanzamos en masa a la marmita, a la ventresca al horno o ... plancha, a los botes de conserva, al bonito con salsa de tomate… Y con razón, porque es un producto espectacular, fresco, nuestro, que entra por el Cantábrico en su mejor momento. Pero pasa algo curioso, lo seguimos tratando como si fuera un bloque, como si todo el bonito se cocinara igual, y en mi opinión no debería ser así.
Porque del bonito, como del cerdo, se aprovecha todo, pero no de cualquier manera, cada parte tiene su tratamiento y sus características. El lomo, por ejemplo, es limpio, firme, casi sin grasa, perfecto para plancha, tataki o meter en tarros y tener un espectacular bonito durante el resto del año.
La ventresca es otra liga, jugosa, con grasa, se deshace si la miras fuerte, al horno suave, a la plancha muy poquito, a las brasas dependiendo de su tamaño, o conserva en aceite y a dejarla reposar. Luego está la cola, algo más dura, que pide olla, cuchara o empanado. Y la ijada, esa gran olvidada, que en guisos o desmigada en frío tiene una intensidad buenísima.
Y por supuesto, la marmita, que no se hace con los lomos nobles, sino con lo que sobra, con la parte pegada a la espina, con los recortes, porque esto va de aprovechar bien. Por favor, no metáis el bonito entero en la cazuela como si fuera un tronco.
Cortar bonito es casi un oficio: un buen cuchillo, un poco de paciencia y saber que el corte ya marca el destino de cada trozo. Si todo va a la sartén igual, es como tener un buen vino y mezclarlo con gaseosa sin pensarlo dos veces, o hacer un calimocho, aunque algunos se me enfaden.
Pero hay otra cosa que se dice poco, el bonito también se puede comer crudo, y está muy bueno. Sé que a muchos aún les da respeto, que si no es atún rojo, que si es muy claro, que si «¿esto se puede comer así?». Pues sí, se puede, y no solo se puede, se debe. Porque cuando está fresco de verdad, sin oxidar, recién cortado y bien tratado, es un espectáculo. En tartar, con un poco de mostaza antigua, cebollino y alcaparra; en sashimi, con unas gotas de soja y jengibre; en ceviche, con cítricos suaves y cebolla morada; o simplemente con un chorro de buen aceite y flor de sal. Marinado y curado en sal también da para multitud de combinaciones impresionantes.
Eso sí, no vale cualquiera, hay que conocer el origen, cuidar la temperatura y, si se va a hacer en casa, pasar antes por congelador para evitar problemas. Pero con eso controlado, el bonito crudo es un lujo sencillo, más accesible que otros pescados y con mucha más personalidad de la que pensamos.
En Japón lo saben desde hace siglos. El katsuo, que no es otra cosa que nuestro bonito, se sirve crudo o marcado con llama, en elaboraciones que respetan su sabor natural sin cubrirlo con mil ingredientes. Aquí aún nos cuesta un poco más, seguimos pensando que bonito crudo suena raro, como si fuera una modernidad absurda, pero no lo es, y ponemos las ruedas de bonito a la plancha o a la brasa hasta que acaban pidiendo socorro. En crudo es una forma más de disfrutar de un pescado que lo aguanta todo si se le trata con cariño y respeto.
El bonito del norte es mucho más que un lomo a la plancha o una ventresca en conserva. Es un producto con matices, con partes, con posibilidades que van mucho más allá de lo que solemos hacer, y merece que le prestemos un poco más de atención desde cómo lo cortamos hasta cómo lo cocinamos, o no.
Porque si hay un momento del año para hacerlo bien, es este. Y si hay un producto que lo merece, también.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión