La verdadera historia del consumo de leche
Mes de la leche. Cantabria en la Mesa ·
Una recreación apoyada en adaptaciónOcurrió hace unos veinte mil años, en algún lugar de las estepas de Centro Europa. El clan de Uruk llevaba varios días resguardado del temporal de nieve y viento que no cesaba. Unas rocas les proporcionaban una cavidad suficientemente amplia y profunda para permitir a los miembros del clan acurrucarse bajo las pieles en torno al fuego. Al fondo, unas cuantas cabras esqueléticas tiritaban de frío y de hambre mientras roían unas ramas con hojas secas y cubiertas de líquenes.
Todos los miembros del clan miraban a las cabras con ojos hambrientos, pero se aguantaban las ganas de sacrificarlas. Sabían que esas pocas cabras representaban la supervivencia del clan.
El único que se mantenía más tranquilo y con menos hambre era Uruk. Su bienestar era un gran secreto que no podía revelar a nadie. Durante la noche y a escondidas se acercaba al rebaño. Con gruñidos tranquilizadores y caricias apaciguaba a alguna de las hembras y conseguía chupar sus ubres y tragar algo de leche. Uruk sabía que eso era tabú. Todos los que tragaban leche de cualquier animal sufrían dolores de vientre y su cuerpo arrojaba líquidos, en tal cantidad, que a veces le ocasionaban la muerte.
El chamán les reiteraba, de vez en cuando, que la leche era tabú, que los espíritus solo permitían ese alimento para las crías de los animales o de las personas, pero los espíritus prohibían su consumo tras el destete.
Uruk creía que los espíritus le habían otorgado el don de poder disfrutar del alimento de la leche sin que le causara ningún mal. Notaba que la leche le proporcionaba vigor.
Una noche, aprovechando el sopor que embargaba a los hambrientos miembros del clan, se acercó al rebaño y tras mamar unos tragos de leche, ordeñó a una de las cabras y recogió la leche en una vasija de barro. Volvió junto a su familia y les hizo beber leche. A la mañana siguiente sus dos hijos estaban mucho mejor y hasta tenían ganas de jugar. Pero su mujer no sobrevivió a la noche de dolores, vómitos y diarreas.
Uruk al darse cuenta de que sus hijos también habían sido bendecidos por los espíritus y podían beber leche fraguó un arriesgado plan. Aprovechando el profundo sueño de los miembros del clan, a causa de la pitanza que les proporcionó el devorar los restos de la fallecida, despertó a sus hijos, fueron hasta el rebaño, cerraron el hocico de cuatro de las cabras que más leche daban con unas tiras de piel y en silencio huyeron en la oscuridad de una noche ya despejada e iluminada por una espléndida luna llena.
La mutación genética que portaban Uruk y sus hijos y que conferían la enorme ventaja de disfrutar del alimento de la leche se expandió por toda Europa en los milenios que siguieron.
Pero esta gracia no alcanzó a los que habían partido para poblar América diez mil años antes; ni a los que emigraron a poblar Asia y Australia treinta mil años antes del episodio de Uruk; ni a los que permanecieron en África, aislados genéticamente. Solo los descendientes de Uruk, pobladores de Europa heredaron esa mutación que les permitió consumir leche y los derivados lácteos en la edad adulta. Y que ahora muchos la seguimos disfrutando. Y colorín, colorado.