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Si hay un género sofisticado y oscuro en la literatura actual, ése es el de los jurados de premios. Redactar un fallo es casi tan difícil, y tan poético, como escribir el catálogo de una exposición de arte abstracto, por ejemplo. Requiere de una prosa deslumbrante y una argumentación incontestable, pero sin perder del todo la inteligibilidad; un equilibrio difícil, que a veces deriva en el abuso de tópicos como la originalidad, la singularidad o la personalidad extraordinaria.
En el Cervantes otorgado a Álvaro Pombo, el jurado comenzaba zozobrando –«indaga en la condición humana desde las perspectivas afectivas de unos sentimientos profundos y ... contradictorios»–, aunque un golpe de timón corregía el rumbo para resaltar dos grandes condiciones de la obra del santanderino: su utilización del humor y la ironía para mostrar «las deformaciones de la realidad», y sobre todo, que «en su prosa, la oralidad se refleja en la voluntad de un estilo que aspira al 'escribo como hablo' valdesiano».
Del sentido del humor y la capacidad de autocrítica de Pombo poco hace falta añadir: él mismo acuñó un término fabuloso, el 'autopombo'. Y no hablaba de 'influencers' de las redes sociales, precisamente. En cualquier caso, basta con echar un vistazo a su 'Santander, 1936', donde se caracteriza a sí mismo como «despreocupado, guasón, descreído, arrogante, y a la vez lo contrario, muy capaz de ser encantador y de hacerse querer».
Más controvertida puede resultar, sin embargo, la opinión sobre el estilo pombiano –sí, es uno de los escasísimos escritores con un adjetivo propio–, sobre todo porque habrá quien discrepe. ¿Escribe Pombo como habla? Por supuesto. Lo que sucede es que Pombo tiene una manera muy particular de hablar. Extraordinariamente barroca y, por momentos, desternillante. En ella alterna el lenguaje de la calle con la cita erudita o el 'tropezón' filosófico: «¿Dónde va Vicente? Donde va la gente» escribe en 'El exclaustrado', pero unas páginas antes nos había obsequiado con un deslumbrante «Antón Ruibal era guapo de un modo didáctico», en guiño paródico a Edith Wharton. De la magia del estilo de Pombo ya escribió Carmen Martín Gaite hace medio siglo que era «cálido y acogedor en su misma ligereza, abriga sin pesar, como las mantas buenas».
La relación con la oralidad es un asunto familiar: él mismo ha definido a los Pombo como «dialogadores». En su casa se contaban historias, en los salones pero también en las cocinas. Y de esos relatos orales proviene la vocación literaria de un escritor que dicta sus novelas. Pero no por excentricidad –que igual también–, sino para no perder esa música de la viva voz que toda buena narración necesita para cautivar al lector. O el oyente, según el caso.
Pero rebobinemos: el jurado del Cervantes lo presidía Luis Mateo Díez, anterior premiado y presunto redactor del fallo. Y uno de los máximos defensores de la tradición oral en la literatura. De hecho, junto a otros escritores como Juan Pedro Aparicio o José María Merino todavía mantiene viva la antigua costumbre de los calechos o filandones –'jilas' en Cantabria–, reuniones populares para realizar tareas colectivas o al calor de la lumbre, que se amenizaban con los relatos e historias que contaban los asistentes. Pura literatura sin necesidad de escritura.
En la casa de los Pombo puede que no hubiera 'jilas', pero sí que abundaban las historias contadas de viva voz, como el propio autor recoge en sus textos más autobiográficos. La mejor escuela para un futuro narrador que, además de contar, sabe fascinar; sea en una novela, en un artículo de prensa, en una tertulia radiofónica o en la mesa de un café, Pombo siempre es el gran 'dialogador'.
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