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Si hay un género sofisticado y oscuro en la literatura actual, ése es el de los jurados de premios. Redactar un fallo es casi tan difícil, y tan poético, como escribir el catálogo de una exposición de arte abstracto, por ejemplo. Requiere de una prosa deslumbrante y una argumentación incontestable, pero sin perder del todo la inteligibilidad; un equilibrio difícil, que a veces deriva en el abuso de tópicos como la originalidad, la singularidad o la personalidad extraordinaria.

En el Cervantes otorgado a Álvaro Pombo, el jurado comenzaba zozobrando –«indaga en la condición humana desde las perspectivas afectivas de unos sentimientos profundos y ... contradictorios»–, aunque un golpe de timón corregía el rumbo para resaltar dos grandes condiciones de la obra del santanderino: su utilización del humor y la ironía para mostrar «las deformaciones de la realidad», y sobre todo, que «en su prosa, la oralidad se refleja en la voluntad de un estilo que aspira al 'escribo como hablo' valdesiano».

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