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Desde sus primeras líneas en la narrativa, Álvaro Pombo (Santander, 1939) dejó claro que era un escritor del norte y con ese mismo objetivo entre ... los puntos cardinales para guiarse en el mundo de la literatura. Dentro de esos escenarios ha cuajado gran parte de una obra cubierta de lluvia y cielos cambiantes, tanto o más que los temperamentos de sus personajes.
Son criaturas trazadas con los rasgos, las sombras y el ímpetu de una memoria de infancia y adolescencia intacta, nutrida y activa, provista de unos recuerdos que subliman sin tregua voces con ecos de un mundo propio, que amplían la dimensión de las imágenes agolpadas en su interior al convocar la inspiración, multiplican el sentido básico de su guía moral y también los sentidos exuberantes de su instinto a espuertas entre las teclas que pulsan la mina incesante, prodigiosa y clarividente de su creación.
Pombo es ese escritor que goza de algo a lo que todo autor aspira. Un mundo propio. Y ese mundo propio parte y ancla miles de veces en el norte. Si nos fijamos en algunos de sus títulos memorables rescatamos estos que detallo a continuación, no por rigor, sino por mero capricho. Lo leemos en las primeras líneas de 'El héroe de las mansardas de Mansard', su primera novela reconocida y la que le valió, ya de inicio, un galardón que muchos ambicionan, como el Premio Herralde. Fue, además, en la primera edición del mismo, allá por 1983. Con ella, Pombo abría un palmarés mítico y bendecido por Jorge Herralde, creador de Anagrama, faro del negocio impreso en toda Europa y la América hispana, el sello, además, donde Pombo comenzó, se forjó y entregó algunas obras maestras y al que ha regresado en sus últimas dos novelas.
«El viento del nordeste estremeció los tamarindos soleados, creciéndose en su interior frondoso, como el aliento colectivo de un bosque», se lee en las primeras páginas de la novela. «Debía haber llovido durante el funeral porque el pavimento, aun mojado, resplandecía invernizo», describe anteriormente en 'El parecido', novela de 1979, que publica también Anagrama en 1985 después de su éxito con 'El héroe…' y empieza con el funeral de un vástago de la alta burguesía del norte.
La vida y la muerte conjugan entre el gris y el verde de los paisajes pretéritos y fundacionales de su vida. Aunque saliera pronto de Santander, con tan solo 15 años, toda aquella atmósfera de posguerra en una torre de marfil de burguesía decadente y medio ajena al mundo le marcó para lanzarse a construir una exquisita sensibilidad. La marca incipiente y proteica de una heterodoxia sin antídotos que le ha hecho distinguirse y brillar.
Ya en el colegio se había entregado a su vocación y escribía cuentos que le publicaban en la revista de los padres Escolapios. Se trataba de historias que le quitaban el tiempo necesario para centrarse en su maltrecho expediente académico. Las notas eran tan desastrosas que sus padres decidieron enviarlo interno fuera de la ciudad. Apenas regresó hasta muchos años después. Además, la familia se trasladó a Valladolid y ahí también le marcó el paisaje castellano, como me confesó en una de nuestras conversaciones, aunque de otra forma. Antes se llevó consigo el carácter y la meteorología, el habla y los embates del mar, hasta dejar que se reflejaran en su estampa de marino como salido de una aventura de Herman Melville o Joseph Conrad.
Luego lo fue administrando convenientemente en buena parte de sus mejores novelas, con personajes que también se fueron como él mientras otros se quedaban a resguardo de la bahía. Entre los primeros –los que salieron– está Isabel de la Hoz, por ejemplo, protagonista de 'Una ventana al norte', aquella muchacha muy partidaria de la lluvia, entre fanática y fantasiosa, que se mudó desde Santander hacia México después de haberse casado para acabar enrolada en la revolución de los cristeros. Se trata de uno de sus personajes femeninos más logrados, una formidable protagonista de carácter imprevisible a medida de una historia de excesos mentales, doctrinarios y corporales. O como Juan Cabrera, su último héroe de brazos caídos, El exclaustrado salido de lo que Pombo llama el seminario benedictino de Ciriego, por no aludir directamente a Corbán, pero que cuenta aquella historia desde un presente eremita en el barrio de Argüelles, en Madrid, donde vive el escritor.
A veces Pombo alude concretamente en la ambientación de sus novelas, con nombres, apellidos, ambientes y direcciones a los personajes que retrata. Otras, envuelve todo en ambigüedades suficientemente reconocibles, pero sin alusiones, como hace de manera a la vez cruda y elegiaca en 'Entre las mujeres', una de sus obras primordiales.
Con nombre y apellidos, los suyos, en cambio, desarrolla la magistral 'Santander, 1936', donde salda cuentas con la tragedia que vivió su familia en la guerra civil, cuando su tío, joven falangista descerebrado, fue fusilado en el buque prisión Alfonso Pérez. Aquel barco matadero atracado en el muelle escuece aún en la memoria de la ciudad como un episodio que supuso un trauma y una verdadera catarsis que ha dejado su huella negra hasta hoy.
Mas festiva y onírica le salió 'Virginia o el interior del mundo', en la que recrea los años felices de la Belle Epoque santanderina, entre veraneos reales y sesiones de espiritismo con ese sentido del humor tan afilado, capaz de arrancar carcajadas entre los aires de grandeza colectivos y las divertidas enajenaciones cósmicas. También el norte le sirvió en su día para ganar el premio Planeta en 2006 con 'La fortuna de Matilda Turpin', la crónica de un ascenso y un cataclismo, esa doble dimensión que le da a toda su obra Pombo, tragicómicamente, nunca ajeno a lo sutil y la agudeza, siempre fresco y moderno, expuesto al abismo y sin naufragar jamás en la brillantez de sus paradojas… Sujeto al palo mayor que casi siempre le hace partir o atracar en el norte.
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