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Atardecer en el Half Dome.

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Atardecer en el Half Dome.

Subida al Half Dome entre osos y una lata de piña

La ascensión a esta cúpula de granito del parque nacional de Yosemite ofrece una auténtica ruta salvaje en la que más vale ir bien equipado

José Mari Reviriego

Jueves, 16 de enero 2020, 20:09

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¿Es posible que un oso reviente tu coche? En Yosemite es más que probable, sobre todo si uno comete la terrible imprudencia de dejarse la comida dentro del vehículo. Esa es la primera advertencia seria al entrar en este maravilloso parque nacional situado en el corazón de la Sierra Nevada, en el flanco oriental de California. El vídeo de un oso negro (Ursus americanus) en la oscuridad de un parking se proyecta de forma encadenada en los monitores de la oficina de atención al visitante en Curry Village, rodeado de robustas coníferas. Se le ve rebuscando 'golosinas' con tanta glotonería como fiereza: restos de chocolatinas Mars, bolsas de tiras de carne de bisonte deshidratada o botellas vacías de café frappuccino de Starbucks mientras desgarra el asiento del copiloto tras haber destrozado la puerta a manotazos. ¡Glups!, está claro que este no es como 'Yogui' en busca de emparedados.

Con esa bienvenida, es normal olvidarse durante un ratito de la espectacular visión que nos acaba de regalar la entrada a Yosemite. Como ocurre con otros emblemas de Estados Unidos, el escenario se parece mucho a las maravillas tantas veces vistas en los libros de monte, el cine o los buenos documentales sobre naturaleza. Es aún mejor en la realidad. A la izquierda, el paredón rocoso de El Capitán (2.307 metros), un sueño para los aficionados a la escalada y las emociones fuertes. Algunos amantes del deporte extremo se atreven incluso a trepar por una pared de casi un kilómetro de altura sin ningún tipo de seguridad. Una locura a los ojos de un modesto mendizale, que toca con la mano como recuerdo la rugosa piedra blanca para experimentar cómo puede ser eso de quedarse colgado solo con la ayuda de los dedos. Mirar hacia arriba ya es todo un ejercicio de vértigo. En medio, un frondoso valle tapizado por pinos ponderosa, abetos blancos y algunas secuoyas gigantes. Y a la derecha, el imponente macizo granítico del Half Dome (2.700 metros), una cima que dibuja una media cúpula casi perfecta de tonos claros que al atardecer, con el sol del ocaso reflejado en su gran cráneo, regala vaporosos destellos de fuego. Aún no sabíamos que se iba a convertir en el gran desafío de la visita, en toda una aventura para recordar. La ruta salvaje del viaje a EE UU, descontada la gamberrada de Las Vegas, claro.

La pared de mil metros de altura de El Capitán da la bienvenida al valle.
La pared de mil metros de altura de El Capitán da la bienvenida al valle.



Convertido en uno de los parajes estrella de la red nacional de parques nacionales del país, Yosemite esconde bajo sus copas amplias zonas de alojamiento organizadas bajo estrictas normas con el 'bear fact' siempre presente. Los 'lodges' son tiendas de lona con dos camas, elevados a medio metro del suelo y con una alacena de hierro fuera, en la entrada, cerrada con candado a cal y canto. Ahí es obligatorio almacenar la comida y todo lo que pueda contener «aroma», según el aviso que se da a los huéspedes nada más llegar. Literal, eso incluye «cajas refrigeradoras, aunque estén vacías, crema dental, champú, perfume y desodorante». Out. «Desafortunadamente, si usted no sigue estas instrucciones un oso podría entrar en su vehículo (o lo que es peor, hacer una visita nocturna en la tienda de campaña), seguido de una multa de 5.000 dólares y finalmente es posible que exista la necesidad de sacrificar un oso». Y no es plan, aunque no sean como 'Bubu'.

Imagen de los 'lodges'.
Imagen de los 'lodges'.

En la tienda, bajo la luz de una linterna, es el momento de devorar las guías y rutas de montaña que ofrece este parque, compuesto por 315 kilómetros de caminos salvajes. Las posibilidades para hacer excursiones de día son enormes, todas atractivas y acompañadas de las siguientes valoraciones para ir haciéndose a la idea: Mirror Lake (fácil), Columbia Rock (2-3 horas, extenuante), Valley Floor Loop (5-7 horas, moderado), Top of Upper Yosemite Fall (6-8 horas, muy extenuante), Top of Half Dome (10-12 horas, extremadamente extenuante)... Uhmm... Será duro, pero suena a que va a merecer la pena. Hay que aprovechar al máximo que la estancia es corta. Nada más ojearla, ya estaba decidida la ruta casi sin quererlo. La mejor, la más bestia, aunque las ansias, como podríamos ir comprobando por el camino, no suelen ser buenas compañeras de viaje.

Hacia rutas salvajes

Aún sin amanecer, partimos con la fresca y el agradable olor de las coníferas (la noche transcurrió en calma pese a las advertencias: no hubo osos ni gritos en otras tiendas alertando de una gran 'bouffe' por la noche). La ilusión hace caminar deprisa, pensar solo en lo esencial e ir ligero soñando con la aventura mientras se suceden por la cabeza imágenes, sonidos, escenas de lo que puede ir deparando el viaje. Es nuestro particular 'Hacia rutas salvajes' (Ediciones B, 1995), el libro del gran John Krakauer (Sean Penn lo llevó en 2007 al cine) que narra la historia real de Chris McCandlees, un joven de 24 años al que su sueño de ir a Alaska le costó la vida (el relato, construido a partir de un reportaje periodístico publicado por Krakauer, revela que murió posiblemente de hambre y con las tripas reventadas por la aparente temeridad de vivir de la caza y la recolección sin tener más idea de la que ofrecen las guías y unos rudimentarios conocimientos de cómo ahumar carne de alce). Pobre chaval, en realidad la llama de la aventura le acabó quemando. La música es de Eddie Vedder, otro salvaje.

Chris McCandlees.
Chris McCandlees.

Cuando te quieres dar cuenta, ya estás en plena subida, sorteando una fuerte pendiente por rampas y peldaños naturales esculpidos en el granito (así será hasta el final). Un respiro frente a unas preciosas cascadas, en el amanecer. Más recuerdos. En el monte, en las distancias largas, se suceden las conversaciones cuando se camina en compañía, pero también los pensamientos como si uno estuviera en soledad. En un ejercicio de introspección, llega el momento en que se va disfrutando del esfuerzo, del sudor y la propia tensión muscular. Y de las añoranzas. El desenlace de Chris McCandlees, la verdad, es muy penoso. Podía parecer un chalado, pero buscaba algo movido por un deseo irracional. Una respuesta a una llamada muy fuerte que solo el que tiene un vínculo casi inexplicable con la naturaleza, el que ha convertido, por ejemplo, en una bonita experiencia una noche en un bosque, a solas, con el olor de la madera, la humedad del musgo, los ruidos de alimañas y el estremecimiento de la oscuridad, puede llegar a imaginarse.

Krakauer describe así el desafío del protagonista: «Asumió un riesgo desde la perspectiva de llevarlo a su extremo lógico». McCandlees, que se hacía llamar Alexander Supertramp, vivió cuatro meses en la soledad de las Tierras del Norte. Sobrevivió con lo que le ofrecía la naturaleza, refugiado en un antiguo autobús hecho chatarra en el que leyó 'Walden' de Thoreau y 'Doctor Zhivago', entre otros libros. «Naturaleza, pureza», escribía eufórico en su diario. Murió desnutrido. Así barruntaba su final en una de las últimas entradas en el manuscrito: «Extrema debilidad, me falta comida». Según la investigación recogida por el escritor de 'Hacia rutas salvajes', el joven pudo fallecer intoxicado por el consumo de semillas de patatas silvestres, un tubérculo del que se alimentan los indios en esta última frontera. Sin embargo, poco se sabía de los efectos letales de sus semillas. «Censurar a McCandless por su falta de preparación equivale a no entender sus intenciones. Era poco experimentado y sobreestimó su capacidad de resistencia, pero tuvo la habilidad suficiente para aguantar las últimas 16 semanas valiéndose de poco más que su ingenio y cinco kilos de arroz». Lo tuvo en su mano. Antes de sucumbir a la debilidad, intentó regresar a la civilización, pero la crecida de río por el deshielo se lo impidió. Y eso que estaba al lado, aunque él lo desconocía (no tenía mapas decentes). A menos de 50 kilómetros había una carretera y a apenas 9, una cabaña de guardas forestales. Para unos, un intrépido idealista. Para otros, un ingenuo, un loco.

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Con esa imagen flotando del chaval desnutrido y vestido con camisa de cuadros como un grunge (se hizo fotos de su incursión en Alaska poco antes de morir) y los primeros síntomas de agotamiento físico de camino al Half Dome, paramos a refrescarnos y descansar en una zona de meseta. Se trata de un valle en altura surcado por un río que aguas abajo forma la espectacular cascada del reposo anterior. La vista es impresionante. Una de las cosas más alucinantes de la naturaleza de EE UU es la amplitud, las vastas extensiones sin nada a lo lejos que delate la presencia humana.

Por esta Sierra Nevada se perdió el rastro de la avioneta del millonario Steve Fosset, un aventurero acostumbrado a las grandes gestas (cinco veces dio la vuelta al mundo en barco y hasta en globo). Al repasar los mapas, una revelación. La subida al Half Dome se recomienda completar en dos jornadas, precisamente, para pasar una noche de acampada en este mismo paraje. Vaya, hubiera sido lo más oportuno, pero, puestos a buscar justificaciones al exceso de confianza, quizá valga el hecho de que no había mucho tiempo para rutas más cortas y fáciles plagadas seguramente de molestos domingueros. Mejor, lo salvaje. En realidad, esas mismas prisas (y cierta imprudencia, por qué no) también fueron culpables de la falta de previsión a la hora de hacer acopio de provisiones de agua y comida (escasa en ambos casos). Y aún quedaba trecho por delante. La cabeza calva de granito todavía se veía a lo lejos, como esos ciclistas del Tour que miran cheposos y con gestos de incredulidad hacia arriba cuando empiezan la ascensión a un puerto de Los Alpes o Pirineos. Lo cierto es que desde las tiendas de campaña del valle de Yosemite hasta la cima hay más de 1.400 metros de desnivel. Tenían razón los mapas. Extenuante caminata, sí.

Si ves un puma, no corras

La segunda parte de la ascensión es más dura, básicamente por la acumulación de cansancio. Aunque la ruta recorra parajes idílicos y asilvestrados –avisan en las guías que si te topas con un puma, aquí conocido como león de montaña, conviene no echar a correr porque él haría lo mismo buscando a la presa; que mejor hacerle frente, chillando, tirándole hasta piedras y levantando los brazos para parecer más fuerte e intimidar al 'lindo gatito'–, la subida al Half Dome está salpicada de numerosos montañeros, en grupo o en solitario, equipados con buenas botas o con zapatillas, con maneras de deportistas o sin nada de ellas. Con acompasada respiración o casi dando tumbos, sin resuello. Escaladores y turistas de domingo. Pero todos, hacia arriba, ya en zig zag, a punto de llegar al collado para afrontar el último tramo, el más exigente, el más peligroso también. Poco antes de enfilarlo, una terrible certeza. Apenas queda agua y la comida es la sugerente imagen de una 'double cheese burger' a la hora de la cena, cuando es posible que regresemos a Curry Village, según el plan trazado de más de diez horas de caminata, ida y vuelta. La única provisión que queda es una lata de piña (de lo poco que había para echar mano en la tienda) . Eso no se olvida cuando uno se bebe el jugo como si fuera un maná. Una lata de piña. Qué gran recuerdo. Nunca supo tan bien.

Tras dejar atrás el último bosquete, la cabeza de granito plantea dos grandes esfuerzos. Una escalinata estrecha cincelada en la roca y la maciza calva hasta la cima a través de un itinerario de vértigo equipado con un cable para agarrarse como medida de protección. Desde lo alto, se domina Sierra Nevada hasta donde llega la vista. Ni un rastro de civilización. Por esas extensiones se dio por muerto a Fosset. Un año después de su desaparición, en septiembre de 2008, se encontraron dos grandes huesos atribuidos al cadáver del aventurero a media milla del lugar del accidente, presumiblemente llevados hasta ahí por animales salvajes. No tranquilizan mucho esas evocaciones.

Toca enfilar la recta final, pese a los pinchazos en las piernas y alguna incomodidad en los tobillos y la planta de los pies. Un peldaño, otro. Contamos. Al de diez, descanso. Otra serie (son escalones de zancada). A recuperar el resuello contemplando el panorama, ya encaramados en las alturas desnudas, sin la protección de árboles o pistas forestales. Respirando hondo, un pellizco. Se aproximan negros nubarrones, mala señal. Cae de sopetón la temperatura y se levanta una fría brisa que deriva de golpe en vendaval. Sopla duro, mientras la hilera de montañeros que trepa hacia la cúpula busca resguardo como puede, cada uno en su pequeño peldaño. El mundo se para. Los gestos se tuercen, algunos delatan miedo. El viento se incrementa y nadie se mueve, salvo para acurrucarse en señal de peligro y un temor indisimulado. Agachados, los sollozos se ahogan en la tormenta. Las lágrimas se secan en la piel curtida del estertor del verano. Es posible que incluso cayeran algunas gotas, presagio de una borrasca más fuerte. Acongojados por la fragilidad a la que te expone una montaña que se ha vuelto muy hostil, hay que tomar una decisión. Seguir expuestos a la incertidumbre con la sensación de estar colgados del abismo o volver por nuestros pasos, bajando al collado para buscar el refugio de los pinos y la tierra firme.

No somos los únicos que decidimos retroceder movidos por la certeza de que así estábamos poniéndonos literalmente a salvo. Pero otros aguantaron arriba con la esperanza de que escampase pronto para reanudar la marcha y completar los escasos 300 metros que quedaban desde la pared hasta la cima. De acabar la ruta como sea sin una valoración de eventuales daños. No era el momento de pensar en el sinsabor de la renuncia, en el fracaso. En todo caso, de mirar con preocupación a los montañeros que, convertidos en una especie de hilera de hormigas agarrados al cable que sirve de guía por la erosionada y resbaladiza cúpula del Half Dome, se disponían a trepar para seguir ruta sin que hubiera amainado del todo la borrasca. En la seguridad del collado, temíamos incluso por sus vidas ante tanta temeridad en el aire (la mayoría de los 12 accidentes mortales ocurridos desde 1995 se registran en condiciones húmedas; el último de ellos, el pasado 5 de septiembre, se llevó la vida de una joven de 29 años de Arizona, al precipitarse desde la zona de los cables por una pared de 500 pies de altura). Con la duda de si volverían todos, el temporal pasó de largo en busca de otra vertiente. Con el cielo aún amenazante, mucho cansancio acumulado y la agonía en ciernes de un largo regreso sin agua ni comida (aún es refrescante recordar el chorro fresco de la fuente encontrada tras más de diez horas de ruta), toca confirmar la renuncia a llegar a la cumbre. A los 2.694 metros del Half Dome en el corazón de Yosemite. ¿Habrá otra oportunidad en la vida?

Probablemente, no. Pero la aventura siempre será recordada por eso, por haber tomado la decisión correcta en el momento adecuado, a pesar de todo. Lo más salvaje fue darse la vuelta.

Sanos y salvos, tras renunciar a la cumbre.
Sanos y salvos, tras renunciar a la cumbre. jmr

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