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I.Pérez
Cuarto y mitad de conciertos, por favor

Cuarto y mitad de conciertos, por favor

La corriente de consumo ligero, liviano y ansioso, tan arraigada ya en nuestros ritos y costumbres, ha saltado a donde no debería haberlo hecho jamás: a la cultura, a la música

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Lunes, 5 de noviembre 2018

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De las horas transitadas por las barras y garitos de la ciudad, no cuesta concluir que casi siempre cantidad prevalece sobre calidad. Que los bolsillos andan achuchados en estos tiempos que corren y, por el camino, se atrofian también los paladares. Y no es culpa del ciudadano medio, el gran consumidor, que ante un mismo precio se prefiera un mayor número de botellines o bravas entregando así su fidelidad a la oferta del mejor hostelero postor, pues lo contrario podría parecer de necios. Pero sí empieza a haber fallo por su parte cuando, ese modo de consumir, se traslada a otros ámbitos que no son -o no deberían ser- el de la satisfacción inmediata de un tercio con aceitunas.

En España nos encantan los bares, ¡benditos bares! Y cuando la cosa se perfila solemne, sentarnos con más mimo a disfrutar uno de los menús de nuestra ecléctica y estupenda gastronomía. «Ir de cañas», «Ir de pinchos», «Ir de vino»; se ha convertido en todo un ritual, en un acto social, un hobbie integrador, una comunión incluso y uno de los planes de ocio más practicado y productivo para todas las partes del juego.

Hasta nuestra semántica acepta sin paliativos la expresión «ir de...» pues es más que acertada en este caso al implicar alterne, movimiento, cambio y trasiego sin más, muy lejos de un trasfondo demasiado profundo y en absoluto sentido.

No se habla de un grupo o artista en concreto y el entusiasmo o admiración por desear presenciar una actuación suya en vivo, eso ya no importa

Sin embargo, esta corriente de consumo ligero, liviano y ansioso, tan arraigada ya en nuestros ritos y costumbres, ha saltado a donde no debería haberlo hecho jamás: a la cultura, a la música. De unos años a esta parte, resulta que uno también «va de conciertos». Sí, parece que ahora estos se sirven a la carta, en bandeja rebosante o en medias raciones, a veces fríos, a veces calientes, con aroma de fritanga o de esencia más healthy... pero si además regalan la primera consumición con la entrada, la noche ya habrá merecido la pena.

«A mí me gusta ir de conciertos», se oye por la calle con una frecuencia que repele. No se habla de un grupo o artista en concreto y el entusiasmo o admiración por desear presenciar una actuación suya en vivo, eso ya no importa; ni se incide en un estilo de música que se profese y por ello arrastre a los bolos que lo hacen sonar, tampoco importa, es secundario. Qué más da quién toque o el palo que lleven, lo relevante ahora es poder anotarse ese tanto de gloria social con el dichoso «yo estuve allí» y su pertinente caspa.

Cuánto daño a la pérdida de alma, de autenticidad e incluso de dignidad trae consigo esta tónica que, mientras debería llevar implícitas todas estas consignas hacia algo tan sagrado como es la música en directo

Oye, y qué bien podrían venir estas nuevas formas para engrandecer el circuito musical, si es que esto significa que aumenta la apetencia real y la apuesta popular por él de un modo veraz; pero cuánto daño a la pérdida de alma, de autenticidad e incluso de dignidad trae consigo esta tónica que, mientras debería llevar implícitas todas estas consignas hacia algo tan sagrado como es la música en directo, las aleja irremediablemente de ella. Nos precipitamos sin frenos hacia el gélido mercadeo cultural, la pérdida y degradación de sensibilidad artística - y no digamos ya de su mística- dejándola caer en una generalidad que escuece. Y aunque pueda parecer que esto favorece a la industria (seguro que sí a ciertos lobbys, dada la venta masiva de tickets), pongo en duda que los músicos se froten las manos por contar entre sus filas con este tipo de público que no los escoge a ellos, sino al planazo de turno.

Así ocurre, que ya ganan las ocasiones en que un concierto donde la música presente debiera ser la protagonista, termina mutando en mero ornamento circunstancial, al tiempo que un «respetable» enardecido vocea sobre sus asuntos sin vergüenza, se mueve y se conmueve por inmortalizarse en selfies y si llega el caso hasta se sitúa de espaldas al escenario o come pipas.

Pero lo peor tendrá lugar a la salida, cuando se permitan el lujo de criticar armados por ese incómodo y grosero talante de quienes, sentados en un restaurante, cuentan ofendidos las cinco croquetas de un plato recién servido siendo seis a la mesa.

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