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El secreto del Míster

El secreto del Míster

Patrick O’Connell, entrenador del Racing en los dorados años veinte, su doble vida empañó una trayectoria deportiva espectacular

Javier Menéndez Llamazares

Sábado, 1 de abril 2017, 08:10

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Daniel OConnell y sus hermanos crecieron idolatrando a su padre, un famoso futbolista irlandés que tuvo que emigrar para ganarse la vida, primero como capitán del Manchester United y más tarde como entrenador exitoso, allá en el continente. Durante dos décadas, aunque su madre y sus hermanos jamás hubieran vuelto a ver a Patrick, nunca faltó el giro postal para su manutención que cada mes llegaba puntualmente desde España.

Se habían despedido en 1922, en la estación de Newcastle, con lágrimas en los ojos. El pequeño Dan iba de la mano de su madre, Ellen Treston, una dublinesa de clase media, católica y pelirroja. Se habían casado en 1908, poco antes de que naciera su primer hijo, y que Patrick rubricase su primer contrato profesional, con los Celtics de Belfast. Su paso del Dublín católico y deprimido en el que había nacido en 1887 al club protestante significaba también abandonar la fábrica harinera de Bolands Mill, donde trabaja junto a su padre desde los catorce años.

En la siguiente década, ya en Inglaterra, Patrick Paddy para sus íntimos alcanzaría la gloria dentro de los terrenos de juego, defendiendo tanto la camiseta del Manchester United como la de una Irlanda en plena convulsión independentista. Y es que el joven irlandés divertido y educado se transformaba en cuanto se calzaba las botas; alto y corpulento, se movía entre la defensa y el medio volante como un destructor implacable. De su temible carácter dio buena cuenta la prensa inglesa, que en las viñetas le caricaturizaba golpeando a los rivales con el banquillo de los suplentes.

Su leyenda se alargaría con el «partido de los nueve hombre y medio», la final de un torneo británico de naciones disputada entre Irlanda y Escocia en 1914. Paddy se fracturó el brazo en una caída. Desoyendo a su entrenador, se mantuvo sobre el campo logrando el primer título internacional para la selección irlandesa. Sin embargo, sus días como gran estrella pronto iban a apagarse. La Primera Guerra Mundial truncaría su carrera, relegándole a equipos menores, donde empezó a ejercer como jugador-entrenador. Hasta que 1922 el ojeador Potter le recomendó para sustituir un banquillo que dejaba vacante Mr. Pentland en el norte de España.

Dejando atrás a su mujer y sus cuatro hijos Nell, Dan, Patrick y Nancy, en noviembre de ese año el sombrero Torino de OConnell empezó a convertirse en parte del paisaje santanderino, aún más que el mítico bombín de su predecesor. Obsesionado con la preparación física y enemigo del balón, sus esfuerzos se centraron en volcar sus conocimientos del juego británico en su nuevo equipo, el Racing. Con él al frente viviría su primera época dorada, llegando a clasificarse para la primera división de la liga en su temporada inaugural, una de las mayores hazañas en la historia del club.

Instalado en la pensión Niza, en la calle Joaquín Costa, donde también se hospedaba su gran estrella, Óscar, Patrick se adaptaría enseguida a la vida en la ciudad.

Aunque nunca lograría un buen acento, enseguida aprendió el suficiente castellano como para hacerse entender. Hablaba muy rápido, y se excusaba con sorna: «¡si ni siquiera domino bien el inglés!». En cuanto podía, abandonaba su atuendo deportivo por su traje de gentleman y se convertía en el alma de todas las fiestas. Y le encantaba el vino y los licores españoles, además de la gastronomía. Eran tiempos felices, en los que hasta se animaría a participar en una capea benéfica. Hasta que apareció Ellie.

Ellen OCallaghan era una dublinesa de clase media, católica y pelirroja. Una copia casi perfecta de su esposa, pero ocho años más joven. Institutriz de los hijos de un diplomático británico, pasaba los veranos en Santander con la familia para la que trabajaba. Esta vez, sin embargo, no regresaría a la embajada. Se quedaría con Paddy.

Ambos se casaron

Aunque ambos se casarían poco antes de que estallara la guerra civil española, OConnell nunca se divorció de su primera mujer, a la que seguía enviando dinero regularmente. El éxito le acompañaría en su vida deportiva, con una liga ganada con el Betis en 1935 e incluso dirigiendo al ya poderoso F.C. Barcelona, en una gira interminable por América con la que esquivaron la contienda en España.

Con su segunda esposa no tendría descendencia, pero sus hijos en Gran Bretaña continuaban añorando a aquella figura paterna tan mitificada que partiera hacia Santander y nunca más volverían a ver. Hasta que en junio de 1949 la selección española visitó Dublín y al joven Dan, por entonces un prometedor actor teatral, se le ocurrió presentarse ante la delegación y preguntarle si conocían "a un tal Patrick OConnell". El seleccionador, Guillermo Eizaguirre, era sevillano, y pudo darle hasta las señas: vivía en Sevilla, en el número doce de la calle Progreso. Incluso, le llamaban Don Patricio.

Todo un año tardaría Dan en ahorrar para el pasaje, pero finalmente logró reencontrarse con su padre en España. Aunque nada saldría como él esperaba: le cita en el parque María Luisa y sólo conversan sobre vaguedades. Incluso pretende hacerle pasar por su sobrino. Decepcionado, Dan regresará a Dublín y guardará el secreto ante su madre, que fallecerá en 1985 sin volver a recibir noticias ni de su marido ni de su doble vida.

La visita, sin embargo, traerá funestas consecuencias, arruinando su relación con Ellen OCallaghan. Tras un homenaje en Sevilla, en 1954, declararía a la prensa local que «por tristes circunstancias familiares» se mudaba a Londres, donde su hermano Larry regentaba un hotel, pero lo cierto es que sus últimos años los pasaría en soledad y prácticamente en la indigencia, desempleado, deambulando por Queens Park, Kilburn y Kensal Green, hasta terminar acogido en un hogar social.

Cuando falleció en 1959 fue enterrado sin lápida en el cementerio católico de Saint Mary. Su memoria no sería reivindicada hasta medio siglo más tarde.

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