Nueva ley electoral, ya
En la que los diputados representen fielmente la voluntad de sus electores, con los que debe poder mantener una constante y fluida relación
La actual Ley electoral data nada menos que de 1977, ya que la misma fue aprobada para la celebración de las elecciones realizadas en dicho ... año, primera de las habidas después de la muerte de Franco y, por ello, las primeras celebradas en régimen de libertad política. Aquel fue un momento en el que era necesario fortalecer a unos partidos políticos recién creados o que, aunque antiguos, carecían de la adecuada estructura y basamento. Sin embargo, ese poder que se les dio devino posteriormente en un abuso total de los dirigentes de los mismos sobre los ciudadanos, dado que éstos sólo pueden votar una lista cerrada y bloqueada, sin relación directa con los candidatos en ella incluidos.
Lo anterior queda agravado por el hecho de ser las direcciones nacionales de los partidos los que cada vez con más frecuencia deciden quién y en qué orden van los candidatos en las listas de cada provincia, mucho más cuando la dirección nacional del mismo tiene un carácter personalista, cuál es el caso del actual Partido Socialista, tal y como vemos en Comunidades Autónomas en las que, estando sus dirigentes autonómicos en contra de determinadas medidas legislativas adoptadas por la dirección nacional de su partido, sin embargo ninguno de los diputados de las correspondientes listas provinciales vota en contra de la propuesta presentada en el Congreso, aunque perjudique gravemente a su comunidad.
A lo anterior, con ser muy importante, hay que sumar el hecho, no menor, de ver cómo el actual presidente del Gobierno está dispuesto a desguazar España a base de concesiones a los independentistas catalanes y vascos, no importándole para ello desdecirse de lo que con anterioridad a las elecciones prometió que jamás haría, o que bajo ninguna circunstancia negociaría con éste o con aquel partido, o con éste o con aquel dirigente. Aquí encajaría la no concesión de una amnistía a los golpistas catalanes, a los que luego indultó y para los que aprobó una generosa amnistía por la que borró los delitos cometidos por muchos de ellos. O que traería a su líder, Puigdemont, a España para ponerlo ante la justicia, para luegonegociar con él en Bruselas dándole todo lo que pedía. O cuando aseguró que no dormiría si formaba gobierno con una formación de extrema izquierda como es Podemos, y luego nombró a su líder vicepresidente del Gobierno de España. Todo eso, por no citar lo que estamos viendo últimamente con la concesión a Cataluña de un régimen fiscal especial, con marginación total del resto de comunidades, incluidas las presididas por socialistas, o la cesión de la Seguridad Social al País Vasco. Eso sí, dejando fuera las pensiones para su pago por el resto de los españoles, ya que por el elevado nivel de tales prestaciones en tal comunidad y la constante y notable reducción del número de cotizantes en la misma, el déficit entre pagos e ingresos se eleva ya a más de 4.088 millones de euros anuales. Claro que todo ello lo ha hecho el Sr. Sánchez simplemente porque ha cambiado de opinión, razón por la que se supone que igualmente todos sus diputados, y muchos de los que le votaron, no se sienten engañados sino que ellos también han cambiado de opinión. Bien es verdad que unos lo habrán hecho al ver cambiar a su jefe, al que siguen ciegamente, mientras que otros, en las próximas elecciones, se habrán olvidado del volantazo de su líder y con tal de que no ganen sus oponentes –a los que, para ello, sean del partido que sean, habrán incluido en el saco de la extrema derecha– vuelven a votarle una vez más.
Y todo lo expuesto, ¿por qué se produce? Pues sencillamente porque la ley electoral, como hemos dicho anteriormente, data de principios de nuestra Transición, hecha por tanto para unas elecciones en las que era preciso afianzar unos partidos nuevos o muy inestables, razón por la que se dio amplias facultades a los mismos, los cuales, durante un tiempo, hicieron un uso razonable de ellas, pero que con el transcurso del tiempo han utilizado tales prerrogativas en beneficio exclusivo del propio partido y de sus dirigentes, hasta llegar a la anulación total de la voluntad e independencia del diputado y de la relación de éste con sus votantes. Por ello, ahora que iniciamos un nuevo curso político, sería fundamental la elaboración de una nueva ley pactada por las principales fuerzas políticas de ámbito nacional, en la que los diputados representen fielmente la voluntad de sus electores, con los que debe poder mantener una constante y fluida relación, a la vez que se corrige la anómala situación actual en la que partidos minoritarios de ámbito local tienen mucha mayor representación en el Congreso que partidos de ámbito nacional que han obtenido tres, cuatro y hasta diez veces más votos que aquellos, convirtiéndose con ello, a pesar de su escasa representación, en árbitros de la política nacional.
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