El idioma español es tan rico en matices que, en llegando la canícula, se oye sugerir al que gasta mancha de sudor en el sobaco: « ... Tranqui, tío, que en la España de nuestros amores ya se sabe que primero llega el calor; luego, la calor, y finalmente, las calores». ¡Oído al parche, que el moreno agosteño apunta maneras!
Aquí, el calor juliano propicia refrescantes coles en el infinito rosario de playas que nos envuelve. Cordillera abajo, durante treinta y un días con sus noches habrá calor asfixiante, días de achicharrarse y noches de dormir con los pies contra el yeso de la pared del dormitorio buscando frescor. Y como fin de fiesta, agosto, mes vacacional por excelencia, traerá consigo las calores.
Como todo, lo peor siempre está por llegar. En ancha es Castilla, el termómetro se saltará la tapa de los sesos. Paciencia. Llegada la noche, todos a buscar la brisa nocturna sacando la silla a la puerta. Y aquí, en el benévolo litoral cantábrico, desde Castro Urdiales a San Vicente de la Barquera, brisa fresca y mesa puesta con fresquita brisa marinera y porrón de vino fresco.
En la obra 'Anacleto se divorcia' (1932), de Muñoz Seca, un atufado lo explica en términos categóricos: «Aquí, en Sevilla, tenemos el caló, como todo el mundo; la caló, que ya es cuando uno empieza a sudá. Después, vienen los calores, que es pa reventá; y, por último, las calores, donde uno si pudiera se quitaría hasta el pellejo».
Tales sutilezas son muy difíciles de entender en Castilla al mar. Donde entre el calor y la calor se pasa a gustito el verano, sin llegar a las calores meridionales. Que alcanzan su cénit cuando el termómetro ronda los cincuenta, lo adoquines revientan y se fríen huevos sin aceite en las aceras. Ver un vencejo volando y caer falto de aire es triste expresión de la fase más aguda del verano: la de las calores.
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