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Con cada día que pasa, se acumula la inquietud. Los miedos crecen con la edad, y las fuerzas para enfrentarse a los nuevos molinos de ... viento —esas administraciones públicas que absorben y destrozan— disminuyen. Los responsables se suceden como si la herencia del pasado no tuviera nada que ver con ellos, como si la memoria colectiva pudiera resetearse con cada cambio de legislatura.
Mientras tanto, cientos de familias llevan décadas esperando que se repare el daño profundo que se les ha causado. Porque una injusticia no resuelta no se diluye con el tiempo; al contrario, se agrava y duele más.
Hoy, las víctimas de las sentencias de derribo son abuelos venerables. Es difícil encontrar alguno menor de 70 años. Hubo incluso quien cuestionó que se les llamara «víctimas», hasta que una avalancha de sentencias firmes condenó al Gobierno de Cantabria y a los ayuntamientos implicados, reconociendo, al fin, el daño moral y material infligido.
Víctimas, sí. Mil veces víctimas. Han pasado más de diez mil días —y más noches frías— esperando justicia. Esperando que acabara ese sufrimiento que las propias sentencias describen con precisión. Pero ni siquiera esos fallos judiciales han bastado para reparar el daño.
Víctimas del olvido institucional. Del Gobierno de Cantabria, que dispone de más medios que nadie para resolver el problema, pero que con demasiada frecuencia ha preferido silbar y mirar hacia otro lado. Víctimas también de los ayuntamientos, incapaces de corregir sus propios errores. Y de los demandantes, que solo ven una parte del problema, considerando a los afectados como daños colaterales, como bajas civiles en una guerra sin sentido.
Víctimas de una justicia que, en sus resoluciones, olvidó aplicar el principio más básico: dar a cada uno lo suyo. Porque los terceros de buena fe —tantas veces personas de cristal— han sido, demasiadas veces, invisibles para jueces y magistrados.
Víctimas de un sistema donde los verdaderos responsables no han pagado por sus actos, y donde cientos de familias inocentes han sido despojadas, humilladas, atrapadas en un limbo judicial solo por querer vivir en esta tierra. Víctimas también de indemnizaciones que aún no llegan, de procesos judiciales interminables, de actuaciones políticas que merecen el más profundo desprecio. Víctimas de promesas rotas, de resoluciones del Parlamento de Cantabria que han sido pisoteadas por los mismos que las votaron. Dejar una gran injusticia sin resolver es abrir la puerta para que muchas más entren por la misma.
Fue un abril de 2005 cuando, después de más de una década de lucha para algunos y un quinquenio para otros, las víctimas decidieron unirse y crear la Asociación de Maltratados por la Administración (AMA). Querían un escudo, un refugio, una esperanza. Creían, ingenuos, que en dos o tres años todo estaría solucionado.
Hoy, 20 años después, conmemoramos el XX aniversario de AMA. Ni los más pesimistas imaginaron que una injusticia tan evidente pudiera sobrevivir más de dos décadas, para vergüenza de nuestras instituciones y de quienes las han dirigido durante tanto tiempo.
Las víctimas que hoy se reúnen en Argoños son la prueba viva —y muchas veces silenciada— del daño causado. Un daño que no vino de un desastre natural ni de un accidente, sino de quienes debían protegerlas.
Más de 270 víctimas han fallecido sin ver su situación resuelta, dejando su herida como legado a sus familias. Al recordar el nacimiento de AMA, somos menos que antes. Son más los que se han marchado que los que estaremos frente al monolito titulado 'Alas de mariposa', símbolo de la fragilidad de la vida y de cómo los poderes públicos nos han cortado las alas, dejando tras de sí la desolación.
La esperanza ha venido del trabajo incansable de AMA: de convenios firmados (y casi nunca aplicados), de viviendas de sustitución propuestas ya en tiempos de Mediavilla, hoy casi olvidadas. Si esas soluciones se hubieran aplicado, todo habría acabado hace muchos años. También de las reformas legislativas que lograron introducir el principio de protección al tercero de buena fe, para que quienes vengan después no tengan que recorrer este viacrucis tan largo, tan cruel, tan injusto. De los que nos han ayudado y han puesto luz en el pozo de la desolación.
Nos quedan estas 'alas de mariposa' que evocan la sensibilidad de las víctimas, el anhelo de volar por encima del dolor, la fragilidad de una vida marcada por la injusticia. Representan también a los seres queridos que protegemos con nuestras propias alas —nuestros brazos, nuestras vidas— y a quienes, a pesar del tiempo, nunca olvidamos. Gracias a todos los que nos ayudan a volar por encima de tanto sufrimiento.
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