Las ciudades también tienen memoria
Sin memoria completa no hay democracia plena. No basta con tachar un nombre del callejero
El pasado 21 de noviembre de 2025, el callejero de Santander dejó de rendir homenaje a algunos de los responsables del golpe de Estado de ... 1936 y de la posterior dictadura. Las calles dedicadas a Fidel Dávila o a Camilo Alonso Vega, nombres vinculados directamente con la represión franquista, ya no forman parte del mapa oficial de la ciudad.
Ese cambio, fruto de la aplicación de la Ley de Memoria Democrática y tras 18 años de incumplimiento del PP, no es un ajuste cosmético. Es una decisión que pone al día a nuestra ciudad con los principios básicos de una democracia europea: los espacios públicos deben homenajear a quienes defendieron la libertad, no a quienes la aplastaron.
Pero si ese paso ha sido importante, no podemos olvidar lo que aún queda por hacer. Porque la memoria democrática no se limita al callejero: debe estar presente también en los lugares donde ocurrió la represión. Y, en Santander, aún tenemos pendiente reconocer que en las caballerizas del Palacio de la Magdalena hubo un campo de concentración franquista.
Y es que la verdad no duele. Lo que duele es silenciarla. Tras la Guerra Civil, parte del recinto de la Magdalena se utilizó como campo de concentración para prisioneros republicanos. No es un rumor: es un hecho documentado en archivos y estudios académicos. Y sin embargo, el Ayuntamiento se niega a colocar una placa que lo explique. Una señal sencilla, serena, respetuosa, que diga: 'Aquí hubo un campo de concentración franquista'.
No se trata de reabrir heridas. Se trata de cerrarlas con dignidad. Porque no hay reconciliación posible sin verdad. Y negar esa memoria no solo es injusto: es profundamente antidemocrático.
Porque esto no va de partidos. Va de principios. Y Europa lo ha entendido desde hace años. En Alemania, por ejemplo, el antiguo campo de Sachsenhausen –hoy convertido en museo y memorial— recibe miles de visitas educativas cada año. En Bruselas, la cárcel de Saint-Gilles, donde se encarceló a resistentes y opositores durante el nazismo, también cuenta con una placa y un espacio de interpretación.
¿Qué impide colocar una placa en un espacio donde se detuvo a ciudadanos por sus ideas?
Y en España también avanzamos, aunque no al ritmo que deberíamos. En Barcelona, en el antiguo Campo de la Bota —donde fueron fusiladas más de 1.700 personas durante el franquismo— hoy hay un espacio de memoria junto al Fòrum. En Madrid, aunque la antigua cárcel de Carabanchel fue demolida, en su solar hay una gran placa que recuerda a los presos políticos que pasaron por allí. No son homenajes partidistas. Son ejercicios de memoria cívica.
¿Por qué en Santander no podemos hacer lo mismo? ¿Qué impide colocar una placa en un espacio donde se detuvo a ciudadanos por sus ideas?
Una placa no divide. Lo que divide es el doble rasero. Y por ello resulta llamativo que quienes defendieron durante años mantener calles franquistas, ahora rechacen reconocer un hecho tan documentado como el uso represivo de las caballerizas de la Magdalena. Aceptan retirar nombres por obligación legal, pero se niegan a explicar lo que esos nombres representaban.
Y ahí está el problema. Porque sin memoria completa no hay democracia plena. No basta con tachar un nombre del callejero. Hay que contar la historia. Hay que explicar qué ocurrió. Hay que señalar con rigor, no con rencor.
Como escribió Luis García Montero: «El olvido está lleno de memoria». Y si no llenamos el vacío con verdad, otros lo llenarán con negacionismo o ignorancia. Santander no merece eso. Merece una historia completa, honesta y compartida.
Una ciudad democrática no es la que olvida. Es la que recuerda con sentido. El Palacio de la Magdalena seguirá siendo un símbolo de Santander. Pero también fue escenario de una parte oscura de nuestra historia. Y negarlo no lo borra. Solo lo esconde. Como tantas otras ciudades, podemos y debemos tener un lugar de memoria democrática. No se trata de reescribir la historia. Se trata de explicarla.
Queremos una memoria serena, pedagógica y firme. Que hable con respeto, pero sin omitir lo esencial. Que no confronte, pero que no oculte. Porque el verdadero respeto a nuestra democracia empieza por contar la verdad.
Una placa no impone nada. Solo dice lo que ocurrió. Y la obligación de una ciudad democrática es recordarlo.
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