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Siempre me han gustado esas novelas en las que el autor maltrata a su protagonista de forma inmisericorde, a veces hasta lo insoportable. Incluso cuando ... parece que llega la calma, le sigue una caída más dura que todas las anteriores. Ante esta sucesión de acontecimientos dramáticos, tú pasas páginas de forma compulsiva a la espera de un resarcimiento, de una reparación, de la aparición de la justicia para nuestro héroe, que puede que no llegue hasta las últimas páginas, o que no llegue nunca, dejándote en un estado de desazón y perplejidad que te anticipa los golpes que te vas a llevar durante toda tu vida.
Resultado de este aprendizaje, me gusta ver acontecimientos deportivos cuando percibo que el drama sobrevuela el ambiente, que va a haber esfuerzos titánicos con o sin recompensa, que alguien puede acabar de rodillas llorando desconsoladamente de frustración o de felicidad.
Tres actos. El pasado domingo, Carlos Alcaraz jugaba la final de Roland Garros ante Sinner y, después de cinco horas de partido, la cosa estaba como al principio, se avecinaba el drama en un último 'tie break' decisivo, que acabó ganando el español con un temple de acero. A la misma hora, el Racing de Santander se jugaba el ascenso a primera, todo el trabajo de un año a una carta, y consiguió empatar el partido en el minuto 98. Por la noche, la selección española resolvía a los penaltis la final de la Liga de Naciones. Morata falló estrepitosamente y a la mierda todo el esfuerzo.
Ponerse a filosofar con todo esto es ridículo. Es un juego. La vida es otra cosa. Pero hay algo aquí, cuando nos engancha de esta manera. Nos tira la pasión, el drama, el sufrimiento. Algo que nos motive a la lucha, a la pelea por la vida.
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