Elogio de las que leen
Es cierto que el hecho mismo de leer no nos hace libres, ni mejores personas, ni más bondadosas, ni siquiera más abiertas al mundo y sus matices. Es cierto que leer es como viajar: podemos plantar los pies en Mongolia y mirar con gafas de europeo prejuicioso y volver con 300 fotos y los estereotipos intactos. Igual pasa con los libros. Ayer leía un artículo de opinión de un señor muy leído que rezumaba clasismo, sexismo y homofobia en cada una de sus líneas. Leer no le hizo mejor. Y parece que no le de 'vergüea'. Sin embargo –¿qué haríamos sin los 'sinembargos'?—, llevo 9 días conviviendo con lectoras y lectores que leen bien. Quiero decir, que leen textos muy diversos, con carga ideológica quizá antagónica, con estilos contradictorios o narrativas de diversa calidad. Pero sé que leen con atención, cargados de una mochila de interrogantes, dispuestos a viajar cambiando de gafas a cada capítulo, a cada párrafo, a cada frase —que diría John Banville, el amante de las oraciones—. Lo sé porque han sido los compañeros y las compañeras de viaje en la Plaza de la Palabra. Los he visto escuchar con atención, sonreír con intensidad, respetar incluso a las autoras o autores con los que no coinciden. Me he cargado las pilas con la energía inagotable de mujeres que han echado la tarde saltando de autor en autor hasta llegar a la poética de Las Noches de Felisa, de jóvenes que han descubierto una voz oculta en la niebla o un relato agazapado en los soportales de la Plaza que en unas horas volverá a ser sólo La Porticada.
Vaya este elogio cargado de asombro para ellas, para esas personas que saben que lo infinito no crece en un junco sino en su mirada, que los libros están ahí pero no son necesarios ni sustanciales hasta que las lectoras y los lectores los caminan sin la brújula de los imaginarios. Gracias por el regalo de su inteligencia, de su bondad, de su apertura. Esas virtudes que llegan si se lee bien.
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