Emilia Pardo Bazán y los toros
La escritora calificó las corridas taurinas de espectáculo de indiscutible hermosura
Emilia Pardo Bazán. A Coruña, 1851-Madrid, 1921. Novelista, periodista, feminista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora e introductora del naturalismo en España. Cultivó ... la crítica literaria, la filosofía, el teatro y la historia. Precursora, aunque contemporánea de la generación del 98, fue una ferviente apologista de las corridas de toros a las que calificó de espectáculo de indiscutible hermosura.
Catedrática de la Universidad de Madrid, castiza y taurina, dama bien sobrada de torería, en el mejor de los sentidos, según Claramunt, colaboró con diversas publicaciones periódicas de su época lo que no la impidió realizar una intensa y fructífera vida social. Uno de sus mayores anhelos literarios fue el sillón académico al que aspiró, sin éxito, en varias ocasiones. 'Los Pazos de Ulloa', 'Insolación', 'La Tribuna' y 'La Madre Naturaleza' fueron las más importantes novelas publicadas por esta escritora, quien, en 1896, escribió sobre la fiesta de los toros: «La luz, el color, el ruido, la animación mágica de este espectáculo, que Teófilo Gautier calificó de uno de los más bellos que puede imaginarse el hombre, son realmente más para ser vistos que para ser descritos». También, ponderaba a los espadas: «Su temeridad serena, su desprecio del peligro y la armonía y unidad del combate entre toro y torero».
En cierta ocasión vio colear a un toro a Rafael Guerra Guerrita y dijo: «Colear un toro bravo, vestido de blanco y plata, no es barbarie, sino aticismo». Sobre la tauromaquia y Emilia Pardo Bazán existe un interesante estudio de la profesora Araceli Herrero Figueroa, publicado por la Universidad de Santiago de Compostela. En él se revela que la escritora tuvo opiniones cambiantes sobre el toreo. Por una parte, aseguró: «Personalmente, diré que, en mi juventud, y sin que me haya hecho pizca de gracia la suerte de varas, me gustó el buen toreo entonces representado por Frascuelo y Lagartijo». Tampoco dejó de criticar los toros de la época, aduciendo una serie de razones: debido a temas como la excesiva atención que dedicaba la prensa diaria a la tauromaquia, la divinización de los toreros, a los que se consideraba fenómenos, colosos, pasmos o monstruos; el fervor popular por las corridas, que obligaba a trasladar las horas de las festividades religiosas; la inconsciencia del pueblo en el gasto excesivo en las corridas y el embrutecimiento de un público ineducado, insensibilizado y grosero.
De igual manera, mantuvo encendidas polémicas con aquellos que la intentaban denigrar. Según ella, en ningún espectáculo el público español es más intransigente que en las corridas de toros. En el tormento de los caballos protesta indignado y si después de gravemente heridos, por aprovecharlos, se les quiere volver a hacer entrar en la lidia, se organiza una bronca monumental. Las picas profundas, los pinchazos inútiles, exasperan a la multitud. Si se admiten todos los elementos dramáticos, indispensables para la función, no quieren ver ninguna crueldad inútil, ninguna mortificación que no sea estrictamente impuesta por la naturaleza de la lidia.
Los toreros que se arriesgan a tontas y a locas, creyendo sustituir la destreza con el valor ciego y temerario, reciben mil muestras de desagrado, insultos mezclados con advertencias. La gente sedienta de sangre son precisamente los adversarios de las corridas pues creen que, si cuantos toreros existen fuesen corneados de firme en un día, se acabaría la fiesta. Decidida partidaria del toreo de Rafael Guerra Bejarano 'El Guerra', de quien apreciaba su temeridad serena, su desprecio del peligro y la armonía y unidad del combate entre toro y torero, destacando también la forma de como el segundo califa cordobés se movía en el ruedo.
Es conocida una anécdota que tuvo como protagonista al mencionado torero cordobés y que ella presenció en la corrida de beneficencia de 1896. Tuvo este diestro el refinado capricho de torear vestido de blanco, y el aristocrático empeño, que casi puede llamarse femenil, de sacar el traje sin una salpicadura de sangre, sin una mancha. Bien se comprende cuánta serenidad, qué valor frío supone tal cuidado, tal preocupación de coquetería y de limpieza, cuando el toro amenaza la vida y hay que evitar la horrenda caricia de sus agudos cuernos. Pues bien, Guerrita se vio aquel día en el caso de colear a un toro para impedir que fuese recogido y destrozado un picador. Y el traje, la rica chaquetilla blanca abrumada de pasamanos de plata, el fino calzón, la faja de seda, la pechera, todo salió cual la nieve, igual que al entrar el diestro en el redondel.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.