¿Es esta mi Iglesia?
Tal vez deba rendirme a la opinión dominante y aceptar que lo católico no es preocuparse porque las cruces desaparezcan sino porque se promueva la paz social, la diversidad...
Durante mucho tiempo, quiero decir cientos de años, España se llevó muy bien con la Iglesia católica. O a la inversa, la Iglesia se llevó ... de maravilla con España, aunque hubieran tenido sus rifirrafes, incluso en los tiempos de mayor asimilación entre ambas. Un católico español de a pie sabía que su rey, sus príncipes y señores apoyaban siempre la religión, esto es, a la Iglesia, pese a tenérselas tiesas con algún papa u obispo concreto. Y, a la vez, ese católico sabía que la Iglesia no dejaba de apoyar a este reino o a estos reinos (que fueron varios durante siglos) porque eran cristianos hasta la médula, es decir, eran de los suyos.
Desde la Ilustración para acá, empezó a haber señores en España que ya no miraban con simpatía a la religión, hasta llegar un momento en que pareció resurgir la era de las persecuciones, como en el Imperio Romano. Pero el caso es que ni siquiera entonces la Iglesia Católica dejó de mirar por el bien de España, y no sólo de sus ciudadanos sino de la nación como tal. Quiere decirse que obispos y papas mantuvieron el aprecio a esta nación, y no cualquier aprecio, sino uno especial, un reconocimiento explícito de la singularidad española en el conjunto de las naciones cristianas.
Tal aprecio, innegable, llegó hasta Benedicto XVI (2013). Desde entonces acá, más o menos veladamente, las cosas han empezado a cambiar. Lo de «la católica España» ya no es terminología biensonante en ámbitos eclesiales. Un ciudadano católico, sobre todo de cierta edad, se da cuenta de ello, y en teoría no debería extrañarle mucho, porque la separación Iglesia-Estado es un principio bien asumido desde el Vaticano II, en aras de la libertad religiosa. Sin embargo, ese ciudadano católico, si tiene ojos en la cara, empieza a sentir que tal distancia duele cuando la realidad de su país se ha vuelto tan ominosa.
España se descompone poco a poco. Mientras crecen sin tregua los nacionalismos secesionistas-supremacistas y los regionalismos umbilicales (que se miran el ombligo todo el tiempo) y mientras nacen cada vez menos niños españoles, nos llegan miríadas de extranjeros para quedarse, extranjeros no todos con un ánimo de integración, no todos con respeto a nuestra cultura y a nuestra historia. España ha tomado una deriva tan acelerada en los últimos dos decenios, que, si no da pronto un viraje, se convertirá necesariamente en un nuevo reino de taifas, un país politraumatizado y espiritualmente raso, una babel mefistofélica sin más religión respetable que el fútbol y, según en qué sitios, el Islam (nadie se burla aquí de Mahoma).
Entonces surgen dos o tres políticos pequeños que proponen emprender ya ese viraje, con el resultado de que la opinión pública (mejor dicho, la opinión dominante) se les ha echado encima, y como parte de esa opinión, ahí tenemos también a la Iglesia católica (mejor dicho, a los obispos conferenciados, a los que hablan y se pronuncian en nombre de todos) desacreditando, desautorizando como a malos cristianos a esos pequeños políticos. O sea, que querer cambiar el rumbo ominoso de España es contrario al Evangelio; querer que en España la religión católica siga siendo defendida y respetada en las escuelas y espacios públicos, es contrario al Evangelio; o sea, que denunciar el pecado colectivo de egoísmo e insolidaridad de algunas regiones ricas españolas, es contrario al Evangelio; o sea que denunciar con valentía la política antivida, anticatólica y la tala de cruces es contrario al Evangelio. Pues sí. Va a ser que la historia de España, de Recaredo a Monseñor Sanz Montes, es contraria el Evangelio. España como nación y la Hispanidad son contrarias al Evangelio. Y hasta yo mismo soy contrario al Evangelio. Y tal vez deba renegar de mis convicciones. Tal vez deba rendirme a la opinión dominante, que es también la opinión de los obispos que opinan (porque hay muchos obispos que no opinan nada), en el sentido de aceptar que el mensaje católico debe ser otro, que lo católico no es preocuparse porque las cruces desaparezcan sino preocuparse de que se promueva la paz social, la diversidad, la igualdad… y la socialdemocracia, un socialismo que ni siquiera aspira ya a que los españoles ganen lo suficiente para poder tener hijos y fundar una familia.
Y ha llegado la hora en que el católico fiel de a pie se pregunta si es esta su Iglesia. Se pregunta si se siente más católico que español, si se siente en su corazón, ahora que ambas categorías parecen incompatibles, más unido a la España evangelizadora y humanista de siempre o a esta Iglesia complaciente de hoy que se conforma con un catolicismo como mero ideal ético, un catolicismo como levadura que ha de disolverse en la masa para que fermente, como escribió Gianni Vattimo, el filósofo católico italiano creador del pensamiento débil.
¿Fermentar la masa? ¿No habrá que pensar más bien en la sal que se desala y que no sirve más que para ser tirada fuera y pisoteada por los hombres? (Mat. 5,13)
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