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Me perdonarán, por una vez y sin que sirva de precedente, que me ponga sentimental. Escribo esta columna desde un AVE con destino Málaga, donde en pocas horas mantendré un coloquio con varios de ustedes, concretamente con algunos de los lectores de 'Sur'. Este tren parará en la estación de Córdoba -la ciudad que mejor me ha tratado, mi salón de casa, mi paraíso inhabitado, que diría Ana María Matute- y, por primera vez, no me bajaré allí. Decía ayer Rosa Palo en este mismo espacio que las cosas importantes se solucionan en los bares. No puedo estar más de acuerdo: en las tascas de Córdoba yo no hice otra cosa más que arreglar mundos pequeños y vidas minúsculas, las nuestras; que en esas terrazas de luz taimada y en esas barras de horas en pausa se volvían mucho más grandes de lo que son en realidad.

Todavía me cuesta llegar a Córdoba y no coger la maleta. Es un acto entre dos aguas, a medio camino entre el gesto mecánico y la nostalgia. Pese a todo, no quiero interpretar este pasar de largo como una traición al hogar: nunca he tenido vocación de hija pródiga. Sabina cantaba aquello de que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», y aunque no termino de estar de acuerdo con él, en parte lo entiendo: todos nos transformamos, y las ciudades, que también cambian, permanecen intactas en el recuerdo, ligadas para siempre a una versión de nosotros mismos que ya no existe. Sin embargo, yo estoy más con Chavela. Uno, lo pretenda o no, siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida. Quizá lo difícil sea acostumbrarse a que estos escenarios dejen de ser destino y se vuelvan periferia. Prometo bajarme la próxima vez y tomarme, como siempre, la penúltima.

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